Para vos, enano
Cada vez que me decido a frenar,
a mirar por el espejo retrovisor sin nada que obstaculice mi visión, puedo
imaginarlo concentrado como quien intenta poner toda su pericia al servicio de
la acción. Su primer gambeta fue con las manos. Sí, con las manos. Para un
futbolero, a principios del siglo veintiuno, ver un pibe agarrar la pelota con
la mano podría haberse convertido en un factor de riesgo de padecer un paro
cardíaco. A mí no me asustaba en lo más mínimo, creo que no ponía por delante
mi pasión, y sólo me dedicaba a disfrutar de ese momento de creatividad del
pequeño Lautaro. Adelantaba la cabeza, ponía primera, corría hacia la pelota y
con envidiable decisión frenaba justo frente ella. Estiraba esos brazos flacuchos
que bailaban en la camiseta manga larga que acusaba restos de mermelada de
durazno en los puños (señal que la merienda había precedido al juego en el
patio), separaba bien esos deditos que hace poquito habían apretado mi dedo
índice en la clínica, y convencido de su objetivo agarraba la pelota, separaba
las piernas y la hacía pasar por entre ellas. A veces el balón se trababa un
poco por la espesura del pasto o por el casi imperceptible roce con el jogging
verde que la abuela le había hecho a medida. Pero cuando al bajar la cabeza quedando con el mundo al
revés mirando entre sus piernas, y veía que
la pelota había pasado, comenzaba un nuevo desafío que iba acompañado de
un relato futbolero que susurraba la emoción que sentía por haber sido capaz de
realizar su gambeta. Y allá iba mi
enano, corriendo emocionado, brazos en alto sacando chispas del pasto con sus
zapatillas negras con abrojos.
¿Será que a veces nuestro corazón
está conectado con el destino? Mi impaciente argentinidad rebotaba en mi mente
con insistencia diabólica esperando el momento en el que Lauti toque la pelota
con el pie. Y rápidamente otra agobiante incógnita: ¿será derecho o zurdo? No,
imposible que sea zurdo si en mi familia todos le dimos con la diestra y la
otra era para tener el mismo par de zapatos nomás. O tal vez aquel esguince de
rodilla que tuve cuando estaba en inferiores y que me obligó a usar el pie
izquierdo durante la recuperación pasó por osmosis atípica a mi adn y le
traspasé la envidiable habilidad que tienen los que le pegan con la misma que
Messi y Maradona.
¿Y si sale arquero? Por ahí por eso
la persigue y la agarra con las manos. Le gusta revolcarse, disfruta del pasto,
sus pantalones tienen esas hermosas manchas en las rodillas que denotan un
arduo trabajo cerca de la tierra, todos signos y señales que podrían hacer
pensar que en su relato silencioso nombra a Goyén como lo hacía yo cuando
jugaba en la vereda de mi casa y mis amigos
pateaban al arco inventado entre el poste luz y un buzo cualquiera.
¿En qué puesto jugará? En las
carreras arranca rápido, es decidido, pareciera que no le tiene miedo a los
choques (a juzgar por las marcas que tiene en la frente y en otras partes del
cuerpo), pero pareciera que no va a ser muy alto, así que por ahí le quedaría
bien ser un wing. O por ahí un
marcador de punta con recorrido, de esos que llegan al área contraria, que no
dudan en pisar campo contrario para sumarse al ataque.
Pero todo eso va a tener más
certeza si de una vez por todas se decide a tocarla con el pie. Pero parece que
no le llegó la hora todavía a las extremidades inferiores. El juego de las
manos y las piernas abiertas como si fueran un túnel sigue siendo divertido, le
agrega más dificultad y también la hace pasar en sentido inverso: de atrás
hacia adelante. Y el festejo se acrecienta, el relato en forma de susurro cobra
una emotividad tal que a los que asistimos a tamaño espectáculo nos dibuja una
sonrisa comparable con los que pagan una entrada para ver a su ídolo máximo. Y
la aventura se hace extrema cuando con la insistencia propia de un jugador
profesional pidiéndole al árbitro que le saque amarilla a ese jugador que hizo
una falta, Lauti les pide a su hermana y a su prima que dejen por un rato la
hamaca y se animen a hacer lo que él había intentado con persistente emoción.
Así es que Julieta y Josefina dejan por
un momento su juego y se suman al campo de juego. Ambas con joggings, cómodas
para saltar y estar atentas a las pruebas
de acrobacia que Mariana, mi mujer, preparaba con esa imaginación propia de
una madre que sólo quiere disfrutar de una tarde con sus hijos y sobrina.
Julieta tiene el pelo lacio, casi
como suaves flechas de un color oscuro que combinan a la perfección con esos
ojos que no paran de moverse cuando el juego le entusiasma y ella habla en voz
alta adelantando todo lo que va a suceder en su guión de directora de juego. El
jogging rosa y gris hace juego con sus zapatillas de princesa que de vez en
cuando lleva los cordones desatados en señal de protesta a los que quieren
mantenerla atada. Es que esos piecitos que transitan la casa con una fuerza
inaudita, llevan en su andar la mágica sensación que me provoca oírla llegar. Y
nadie que pueda provocar eso en un ser humano, puede quedar encerrada o atada a
los requerimientos de otro mortal. Ella
lo mira a Lautaro y sabe que su gambeta no
requiere tanta habilidad para alguien con su recorrido de vida, que ya tiene
sala rosa y sala celeste aprobadas. Pero igual se presta a la prueba, con la
misma emoción de una principiante que ha quedado en evidencia delante del
público que espera sus movimientos en el escenario.
Josefina es un poquito más
pequeña, más reservada. Se sienta en un escaloncito que sirve de límite entre
las baldosas amarillas del patio y el comienzo del parque que hoy sirve de
campo de juego para estas proezas deportivas. Desde allí observa cada
movimiento, cada palabra soltada al viento por sus primos que la animan para
sumarse a la aventura con la pelota y no se dan por vencidos hasta recibir una
respuesta positiva. Ahí es cuando Jose deja
su cómoda estadía en el escalón, se pone de pie y como el sol de esa tarde de
otoño se va dibujando una sonrisa en esa carita redonda, brillante, fresca, que
queda perfecta en el marco que forman su flequillo y el pelo que cae sobre sus
orejas sin sobrepasar las mejillas. Como si siempre estuviese en una foto,
transmitiendo todo con su mirada y su sonrisa.
Y ahí es cuando se pone a funcionar una maquinaria de risas, asombro y
energía que envuelve la tarde y nos tiene a Mariana y a mí como espectadores de
lujo. Cada tanto nos codeamos en una clara señal de socorro porque el mate
cebado espera entre nuestras manos pero no lo registramos, tal vez, porque lo
único que interesa en ese momento es que a los tres peques les salga el truco
con la pelota. Seguramente las tareas del hogar podrán esperar un rato más,
nadie se quiere perder estos encuentros. Son esos segundos que te regala la
vida para atesorar y traerlos a la mente en días de encierro o de melancolía. O
simplemente, cuando podemos bajar un cambio y no depender de las agujas del
reloj ni del calendario para darnos cuenta que el tiempo pasa y con él se
agiganta la importancia de las pausas placenteras. Sobre todo cuando los vemos abrazarse luego
de que cada uno de ellos pudo completar la hazaña y se funden en un abrazo tan
profundo como el rincón donde guardo esta película.
Pero al final, ¿de qué jugará
Lauti? Todavía no pateó, ni siquiera para alcanzársela a sus compañeras de
juego. Tendría que meterme en su juego y obligarlo “disimuladamente” a poner la
redonda en el pasto e incitarlo a chutar hacia
mí - pienso por un instante. Pero como quien viaja dentro de su propio corazón,
a ese lugar de donde vienen todas las decisiones que saltan a la realidad de
una manera prematura, casi sin forma, aterradas por la exposición humana que no
tiene en cuenta los conflictos que las atraviesan, simplemente elijo detenerme
y disfrutar.
Hacia allí viajé hoy. Muchas
veces estuve cerca, tal vez pasé y ni me di cuenta.
En ciertas ocasiones me acobarda
la idea de agobiarte y que la presión sea más intensa que la intención. Debe
ser esa dicotomía de sentirme con autoridad para poder aconsejarte que se va
desvaneciendo cuando te veo llorar o reír por esta pasión que elegiste. No debe
haber pasión más grande que la que se lastima y vuelve a renacer porque nos
ofrece el tiempo necesario para volver a mezclar las cartas y jugar la mejor
mano en la siguiente partida.
Así que luego de volver al patio
de tu niñez, ver tu gambeta con las
manos, tu sonrisa pícara, tus brazos flacuchos
balanceándose, tus manos fuertes que aprietan mi dedo índice, tu camiseta
manga larga con mermelada de durazno, tus pantalones con las rodillas
embarradas, tus zapatillas negras con abrojos, tu relato en forma de murmullo,
tu pedido insistente para jugar con Julieta y con Josefina, tus marcas en la
frente, tus pruebas acrobáticas con
mamá, tu abrazo pidiendo que te acompañe… vine hoy a decirte que sea cual sea
tu puesto, tu pasión y tu gambeta voy
a estar al lado tuyo esperando que la pelota cruce hacia el otro lado, ahí
donde vos querés que llegue para reírte, agachar la cabeza y correr levantando
los brazos.
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