La formación inicial se compone de Edu D. (elEdu), Hugo P. (Grafo), Hernan G. (PIC), Carli C. (Calito), con la participación especial de
Jorge V. (El Alquimista) y Raúl D. (RD), pero esperamos seamos mas. En este partido como en los partidos de la vida hay alegrias, tristezas, polemicas, amores, desamores, cambios y transformaciones, seria un placer que participes de ellos junto a nosotros..

......Tu comentario es bienvenido!! (gracias)...........
Queremos recibir tus aportes y sugerencias a: correomanoinquieta@gmail.com

lunes, 29 de noviembre de 2010

Clasicos del Mundo: Barcelona - Real Madrid

Se odian, se rechazan, se repelen, gozan cuando al otro le va mal....Pero en definitiva ninguno podría existir sin el otro. Por que los clásicos rivales (de ellos hablamos) son los que le ponen la sal (y la pimienta) al mundo del fútbol.

1er. Entrega:
REAL MADRD – BARCELONA

Hoy, el día en que el Barcelona le pego un peludo barbaro al Real Madrid (5-0), inaguramos esta nueva sección, “Clasicos del Mundo”.
Super 17 Momentos de Barcelona - Real Madrid:

1.- El Real Madrid elimina al Barça en semifinales de Champions (2001/02)
Semifinales de la Champions que se llevó el conjunto blanco en Glasgow. El Madrid encarriló su presencia en la final, ganando 0-2 en el Camp Nou con goles de Zidane y McManaman cerca del final. Un clásico en la máxima competición continental. El Madrid no dejó lugar a la duda en la vuelta de semifinales. 1-1 en el Bernabéu y los blancos destrozaron lo poco que le quedaba de temporada al Barça. Golazo de Raúl para olvidar sueños culés futuros.
2. Hat-trick de Messi (2006/07)
El Madrid resurgió de sus cenizas para iniciar su milagrosa remontada en el campeonato y levantar meses más tarde la liga. Los de Capello llegaron muertos al Camp Nou después de caer contra el Bayern en la Champions y salieron convencidos de sus posibilidades. Un Messi de otro planeta, que marcó los tres del Barça, evitó la derrota azulgrana en uno de los clásicos más vibrantes de los últimos tiempos.
3. Raúl manda a callar al Camp Nou (1999/2000)
El '7' madridista empató el clásico de finales de 1999 y mandó callar al barcelonismo tras superar a Hesp por arriba, hacer su segundo gol y firmar el 2-2 final. Es una de las imágenes de los últimos clásicos, que no se entenderían sin Raúl.

4. La noche de Ronaldinho
Fue la noche en la que el madridismo se rindió a la evidencia, al fútbol de quilates de un Barcelona comandando por un estratosférico Ronaldinho. El Bernabéu reconoció la clase del brasileño y le dedicó unos aplausos que han pasado a la historia del fútbol mundial.

5. El pasillo (2007/08)
Una semana después del triunfo madridista en Pamplona, el Barcelona rindió homenaje al Campeón con un pasillo que pasará a la historia de los clásicos. Después del pitido inicial, el Barça siguió arrodillándose en el Bernabéu y se llevó un auténtico baño. El Madrid se gustó ante su eterno rival que reflejó el ocaso del Barcelona de Rijkaard, vilipendiado por el enemigo madridista.

6. Real Madrid 5-0 Barcelona(1994/95)
La temporada del denominado Dream Team. El partido fue memorable y en todo momento el Madrid demostró ser superior a un equipo plagado de estrellas, sobresalió Ivan Zamorano que marco tres goles y recordando con sus goles de cabeza a Santillana y con su efectividad al mejor jugador no nacional que paso por el Madrid los últimos años, Hugo Sánchez. Marcaron además Luis Enrique y Amavisca, deleitaron Raul y Michael Laudrup. El resto de la escuadra blanca fue Buyo, Quique Flores, Lasa, Fernando Hierro, Milla, Sanchis, estando en el banquillo el genial ex-jugador del Madrid, Jorge Valdano.
7. Barcelona 5-0 Real Madrid (1993/94)
8 de enero de 1994. Fecha de leyenda para el barcelonismo. El 'Dream Team' le endosó al Madrid un 5-0 para los anales. Romario se marcó un 'hat-trick' y convirtió en obra de arte su 'cola de vaca' a Alkorta. De dibujos animados.

8. El público madridista aplaude a Maradona
El estadio madridista aplaudió a un futbolista del eterno rival, Maradona. El azugrana sacó los colores a los defensas enemigos con un gol de bandera, marca de la casa. Acabó ganando el Madrid. Era un 25 de octubre de 1984.

9. Real Madrid 0-5 Barcelona (1973/74)
El Barça de Cruyff humilló al Madrid en su propia casa con un 0-5 que ha pasado a la historia de este deporte. El holandés, genio y figura, enmudeció un estadio merengue que sintió vergüenza.

10. Real Madrid 4-0 Barcelona: final de la Copa 1973/74
Los blancos levantaron la Copa del 74 en el Vicente Calderón. Los madridistas elevaron a las alturas un trofeo firmado en una final contra el Barça que acabó 4-0. Posiblemente, el trofeo copero que mejor le ha sentado al madridismo.

11. El 1º clásico en Liga (1929)
Barcelona-Real Madrid, el partido de los partidos, dos formas de vida y de entender el mundo. La historia oficial arrancó en 1929, cuando se disputó el primer partido de Liga entre los dos equipos. El Madrid ganó 1-2 en el campo de Les Corts.

12. Barcelona 3-5 Real Madrid (1960/61)
Un mes después de la eliminación europea, acabando el año 1960, el Real Madrid se vengó en el campeonato doméstico. Los merengues ganaron 3-5 en Barcelona y dieron un golpe en una Liga que acabaría en sus vitrinas.

13. El Barcelona, es el 1º en eliminar al Madrid en Champions (1960/61)
El equipo azulgrana fue el primer conjunto capaz de eliminar al Madrid en la Copa de Europa. Después de llevarse las cinco primeras coronas, los blancos fueron apeados tras dos choques marcados por el papel de los árbitros Mr. Ellis y Mr. Leafe.

14. Figo, enemigo culé (2000/01)
Figo cambió el Barça por el Madrid en 2000 y recibió de todo menos abrazos en su primera visita al Camp Nou con la camiseta blanca. Los azulgrana ganaron 2-0 y el portugués salió aterrado de la que fue su casa.

15. Di Stéfano, el ´´pichichi`` de los clásicos con 14 tantos
La saeta rubia, actual presidente de Honor del Real Madrid, es el máximo goleador blanco de la historia de los clásicos con 14 tantos en su haber, aunque comparte este privilegio con Raúl, quien podría superar en este partido la marca de don Alfredo.

16. El pisotón de Stoichkov
El genial delantero azulgrana agredió al colegiado Urízar Azpitarte con un pisotón que ha quedado en el recuerdo. Era un clásico de 1990 y las malas pulgas del búlgaro centraron toda la atención.

17. El cochinillo
El Barça-Madrid de la temporada 2002-03 lo ensució el lamentable lanzamiento de objetos al terreno de juego. Hasta una cabeza de cochinillo cayó al verde azulgrana cuando Figo se disponía a tirar un saque de esquina.

Datos históricos
Enfrentamientos en la Liga: 160
Madrid lidera por 68 a 63. 30 Empates.

Últimos partidos:
13/diciembre/2008 Barcelona 2-0 Madrid (Etoo y Messi)
2/mayo/2009 Barcelona 6-2 Madrid (Henry (2), Puyol, Messi (2), Piqué
29/noviembre/2009 Barcelona 1-0 Madrid (Ibrahimovic)
10/abril/2010 Barcelona 2-0 Madrid (Messi, Pedro)

29/Noviembre/2010 Barcelona 5-0 Madrid (Xavi, Pedro, Villa, Villa, Jefren)

Últimos jugadores que han estado en los dos clubes:
Ronaldo (Barça al Inter a Madrid) (2002)
Samuel Eto’o (Madrid a Real Mallorca a Barça) (2004)
Javier Saviola (Barça a Madrid) (2007)
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sábado, 20 de noviembre de 2010

Ni a Palos

Los suplementos para jóvenes de periódicos eran semanales en Argentina y en su mayoría mantenian esta idea desarrollada tempranamente en revistas semanales. La irrupción del diario Miradas del sur en la arena de los medios propuso un debate abierto en lo político con notas de opinión, de investigación histórica y de noticias semanales comentadas. En los primeros meses no tenia suplemento joven hasta el nacimiento de NI (a palos), un suplemento con un sentido político que busca lectores cómplices en su columnas y que esta orientado a jóvenes con cierto entusiasmo por lo cultural y lo político. En general se nutre de informes especiales, columnas fijas o notas de investigación, símil a Miradas del sur.
De esta manera rompe el estereotipo construido en los 90 en Argentina que se puede traducir en esta fórmula: joven =música= sexo=recitales.
Ni ( a palos) despliega un reto para esta formulación ya que requiere cierto nivel de interés por la discusión política y la historia.
A continuación proponemos una de las tantas miradas comicas y provocativas del suplemento, ESTEREOTIPOS. Espero disfruten:

El que va con canilleras al picadito de fútbol 5

Siente la misma adrenalina que un jugador de primera cuando se pone Ratisallil (¿se usa todavía Ratisallil?)
No dice “me duele la gamba”, sino “tengo resentido el isquiotibial derecho”
Le daba bronca cuando criticaban el showbol de Diego, Mancu y Gamboa.
Es un seguidor incondicional del torneo de Futsal que pasan por Fox Sport
Lo único que lee es Olé.
Usa las remeras que dicen Frabricanti de ilusioni, Capo cannionieri o Non parlo di doping, y se cree un banana por eso.
Estuvo seis meses hablando de la publicidad de Siamo fuori con los penales de Goyco.
Le encantaría que Mariano Closs sea su amigo.
Tiene una cadenita de oro con el escudito de su club.
No sabe nada de fútbol.
Lleva a la novia a los picaditos de fútbol 5.
Se baña en el vestuario de la canchita cuando termina el partido.
Le parece que hay que ir a todas las pelotas “como si fuera la última”, aun cuando sea un picadito de borrachos en una quinta.
Está sobrecalificado para el trabajo que hace.
Es el que reserva la cancha, trae amigos y hermanos cuando falta uno, y saca otro turno ni bien termina el partido.
Debutó sexualmente tarde.
Le cae bien el Cholo Simeone.
Cuando estaba mejor físicamente, corría triatlones y maratones.
Se ofende cuando alguno empieza a jugar en joda.
Nunca le pegaron ninguna patada en la canillera.
Dice “no seas villero”, para descalificar una actitud de otro.
Tiene zapatillas especiales (y especialmente caras) para jugar al fútbol.
Tiene la remera de selección que dice Messi en la espalda.
Mira la Premier League todos los sábados, y se compra camisetas.
Se siente líder espiritual del equipo.
Se venda los tobillos con paciencia budista.
Usa gel en el pelo.
Usa desodorante Axe.
Tiene un reloj caro.
Es defensor. Convierte poco.

El boludo que va al “Prende y Apaga” de TN

-Es también el boludo que manda videos a TN y la gente, otro estereotipo de Ni a Palos.
-Si es muy boludo, va con un disfraz de empanada.
-Si es extremadamente boludo, saluda repetidamente sin darse cuenta de que para el resto de la humanidad es un manchón pixelado irreconocible.
-Ahora, si lleva una bandera que banca a TN, es un boludo con vista al mar.
-No importa cuán boludo sea, siempre es menos boludo el que va a Prende y apaga que el que lo mira.
-Tiene miedo que TN desaparezca.
-Es capaz de hacer 100 km para ir a un “Prende y apaga”.
-Su mujer está pensando seriamente en divorciarse.
-Después de ir le cuesta dormirse de la emoción.
-Es el que para todo tira buena onda; menos para “El club de la Buena Onda”.
-Leyó varios de los libros de mierda del 2009, en especial “El combustible espiritual”, de Ari Paluch y “El poder de la buena noticia”, de Guillermo Andino.
-Colabora con la cooperadora policial de su localidad.
-Le gusta la pesca.
-Siempre que ve una cámara, incluso si va a un banco, saluda.
-Le pone trabavolante al auto.
-Se mata de risa con Miguel del Sel y con José María Listorti.
-En el carnaval carioca es de los que te tiran espuma en los ojos y se va cagándose de risa.
-De los distintos tipos de boludos, él califica como “boludo alegre”.
-En facebook escribe diktadura.
-En facebook esta asociado a la página No a Kirchner 2011.
-Si es mujer está enamorada de Sergio Lapegüe.

-Si es hombre cree que Lapegüe es como un amigo.
-En el 2007 voto a Macri en la ciudad.
-En el 2009 voto a Pino.
-Ahora está “entre ambos”.
-Lleva al perro para mostrarlo por TV.
-Odia a sus compañeros de laburo.
-En la primaria, secundaria y en el trabajo fue, es y será un chupamedias.
-No le gusta el fútbol.
-Toma actimel.
-Veía el programa de Alessandra Rampolla.
-Creyó sinceramente que por ver a Rampolla se coge más y mejor.


Fuentes:
http://www.niapalos.com/
Encuetro sobre juventud. Medios de Comunicación e industrias culturales (JUMIC).
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lunes, 15 de noviembre de 2010

Viejo con Árbol - Roberto Fontanarrosa

Nueva sección: "Futbol en Video".
Para aquellos que no pueden tomarse 5 minutos para leer un cuento, le mostramos en video lo que se pierden. Si sos de los que leen, mas abajo esta el texto completo...
Primer entrega, "Viejo con Árbol" de Roberto Fontanarrosa.



Viejo con Árbol

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía íalertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi ítranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada? íya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejoí. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá íbromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No ísonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatadoí. Música ídijo después, mirándolo de nuevo.
Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno.... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así.... Bueno.... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio.... Bueno.... Eso, eso es la danza....
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted.... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—.... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí.... Bueno.... Eso, eso es la música....
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero.... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—.... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia.... Bueno.... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¡¿Qué cobrás?! —gritó después, desaforado—. ¡Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió!
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso.... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—...Eso es el fútbol.
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viernes, 12 de noviembre de 2010

Maradona Blues - Charly Garcia



El tema "Maradona Blues" fue incluído en el album "Convocatoria 2" del artista Claudio Garbis, donde además intervienen otros grandes artistas nacionales, como Fito Paez y León Gieco....

Maradona Blues

Yo ya no existo sin pasado
entre la oscuridad y la luz.
Yo se que existo en otro lado.
Yo ya perdí el autobus,
como en el Maradona blues.

Un accidente no es pecado.
Y no es pecado estar asÌ?
Pero aquí estoy en este lado,
por eso déjame salir,
yo solo quiero tu vivir.

Que es el pasado en nuestra vida?
Por qué ese peso sigue aquí?
Yo te he cuidado,
pero ahora es cara o cruz.
Yo no te di mi fucking blues.

Es solo un Maradona blues
Yo ya te entiendo, hice todo para ser.
Yo no se qué hago con mi luz
y tengo el Maradona blues.

No se qué droga
te arenga más que yo,
pero esta lluvia no paso
Estoy llorando aquí por vos.
Si señores.
Charly Garcia
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martes, 9 de noviembre de 2010

Imagenes que no vas a ver en otro lado

De nuestra sección "Blogueando", nos vamos a otra sección del blog Conurbanos: "Imagenes que no vas a ver en otro lado".
Excelente Blog de la realidad del conurbano bonaerense para quien quiera darse una vuelta: http://conurbanos.blogspot.com/
A continuación hicimos una selección de las que consideramos las mejores. Hay imagenes que son realmente increíbles, los invitamos a elegir su favorita.


Partido de Tres de Febrero.

Florencio Varela.

Av. San Martín al 1100, Burzaco.


Filial racinguista de Castelar Norte.

Oyuela y Los Pozos, Villa Corina.

Supermercado chino de Villa Domínico.


Gustavo Villareal es un nadador paraolímpico multiopremiado, que además trabaja como guardavidas en el Club Argentino de Castelar.Vive a siete cuadras de la Estación de Morón.
Un viernes, cuando se disponía a salir de su casa para ir a entrenar, se encotró con que a causa del temporal, estaba todo inundado.¿Qué hizo entonces? Lo que se ve en la foto: ante la mirada atónita de sus vecinos, se mandó unos cuantos largos mientras esquivaba las bolsas de basura que flotaban a su alrededor. Un genio.


A unas 15 cuadras de la Estación Ramos Mejía.


Calle Belgrano, pleno centro de Bernal.

Escuela N° 1 de Avellaneda.


República del Líbano y V. Gómez, Villa Lynch.

Conurbano profundo, muy buenas, hay mas si visitan el Blog Conurbanos.-

http://conurbanos.blogspot.com/search/label/Imagenes
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sábado, 6 de noviembre de 2010

El Gordo al arco

De casos reales como Gordito Foulke y Mr Pizza, a la creación del Negro Fontanarrosa, “El Chancho Volador”


Gordito Foulke

William Henry "Fatty" Foulke fue un cricketista profesional y futbolista inglés de fines del siglo XIX y principios del XX. Foulke fue muy destacado, ayudándole su gran altura (2,01 m) y peso, llegando a (150 kg) al final de su carrera, aunque los reportes indicaban variaciones.
Nació en Blackwell el 12 de abril de 1874 y en sus inicios jugó en el Alfreton y el Blackwell Colliery. Luego pasó al Sheffield United.
“Fatty” (Gordito), como lo llamaban, llegó a disputar un partido con la selección de Inglaterra en 1897 (fue un triunfo 4 a 0 sobre Gales), convirtiéndose en el arquero de más peso del mundo de un seleccionado.
Pero más allá de su carrera, siempre fue renombrado por su peso. Tenía el tamaño de un oso, una gran fuerza y pegaba como los dioses desde larga distancia.
Jugó en la 4ª categoría de Derbyshire County Cricket Club en 1900, pero es recordado como guardameta en Sheffield United y también en Chelsea y Bradford City. Y jugó en la selección de fútbol de Inglaterra en 1897 contra la selección de fútbol de Gales.
Después de ser descubierto jugando para el Blackwell en la "Copa Derbyshire" en Ilkeston Town, Foulke debuta para el Sheffield United contra West Bromwich Albion el 1 de septiembre de 1894 y participa de tres finales de la Copa FA ganando en dos, y en la Campeonato de la Liga.
Al final del primer match en la Copa 1902 Foulke protestó a los árbitros ya que Southampton hace un gol sin estar autorizados para tener la pelota. Foulke salió del vestuario sin ropas y agriamente inculpó al referí, quien se sintió intimidado. Foulke debió ser detenido por un grupo de oficiales de F.A. En el replay, Sheffield United ganó 2-1, con Foulke requerido para salvar más de un a vez al equipo.
Se va al Chelsea por un contrato de £50; siendo capitán, permaneciendo una temporada para luego pasar a su último club, Bradford City.
Foulke aparece en un filme de Mitchell & Kenyon, jugando un match, el 6 de septiembre de 1902.
William Foulke tuvo su punto más alto en su trayectoria como arquero en el Bradford City, donde llegó a pesar 165 kilos.
La anécdota más recordada de su vida es que una vez un partido de su equipo debió ser interrumpido cuando Foulke rompió involuntariamente el travesaño del arco por colgarse de él.
Este fuerte jugador, que además era fanático del críquet, murió en 1916 a raíz de su exceso de peso, aunque muchos sostuvieron que en su partida de defunción se hablaba de una cirrosis como la causa principal de su fallecimiento.

Mr. Pizza

Se llama Jeroen Verhoeven, es el tercer arquero del Ajax holandés, mide 1,97 m. y pesa 103 kg. Debutó en el club de Amsterdam con una increíble actuación hace poco.
Entre los clubes rivales ha sido siempre objeto de burla y tanto los hinchas rivales como los fanáticos de su equipo le gritan “Mister Pizza”. Sin embargo, Jeroen Verhoeven niega los cargos.
“Si comiera papas fritas y bebiera cerveza sería imposible haber llegado a donde estoy. Entreno siete veces a la semana con el grupo y aparte realizo varias sesiones individuales”, señaló.
Lo cierto es que en el único partido oficial que ha afrontado desde que llegó al Ajax el 2009 no le ha faltado agilidad: el 24 de octubre su equipo enfrentó al Excelsior e iba ganando 2-1 cuando el también golero de la selección holandesa, Maarten Stekelenburg, se lesionó.
Verhoeven ingresó por él y acabó haciendo tres salvadas cruciales en los últimos minutos, en los que su equipo logró el empate.


El “Chancho Volador”
Roberto Fontanarrosa


El Chancho Volador es un cuento ilustrado de Fontanarrosa de su libro Semblanzas Deportivas. Es la historia de Horacio José Torombolo, arquero de Vélez, un obeso descomunal a quien no le hacían goles debido a su amplitud de cuerpo.
Decía Torombolo en una entrevista: -Lo mío es eficaz pero ridículo. Yo se que no soy un verdadero arquero. Que lo mío es, tan solo, abnegación. Atajo en defensa propia. Para colmo, a mi nunca podrán llevarme en andas.
Pese a esto Torombolo es citado para la selección nacional y el relato del cuento de la definición del sudamericano del 94 contra los brasileños es increíble:
Voz del relator: -¡Lo que ha hecho esta tarde Torombolo es realmente ciclópeo, mis queridos radioescuchas! ¡Solamente a él debemos agradecer este uno a cero que nos va coronando a tan solo un minuto del final!
Voz en off: -Fue cuando Leónidas Moscatel do Ararat Abreu despacho un taponazo criminal que se estrecho contra la mejilla de Torombolo. Tomo el rebote Ivo Lui Diogo II, “La cobra negra de Minas Geraes” y bombeo la globa, insidiosa, hacia el ángulo alto. ¡Nada podía impedir el empate! ¡Los corazones patrios se estrujaron de angustia!
Pero entonces, la mole Horacio José Torombolo comenzó a moverse. Con la magnificencia aterradora de un avión Hércules buscando el cielo, el gordo se despego, por vez primera, de la tierra.
Voz del relator: -¡No lo puedo creer! ¡No lo puedo creer! ¡Me quiero morir! ¡Como un pájaro, como una gaviota, como una garza de 270 kilos, voló Torombolo y echó al córner!
Voz en off final: -El pobre Horacio José Torombolo entro así en la historia como “El Chancho Volador”. Y lo hizo con una sonrisa. Había demostrado que también podía volar como los mejores. Como Marrapodi, como Blazina, como Andrada, como Fillol. Así murió Horacio José Torombolo. Su cuerpo fue sacado en vilo de la cancha, por quinientas personas. Había sido por fin, llevado en andas…
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martes, 2 de noviembre de 2010

Los Traidores - Eduardo Sacheri

En mi opinión personal, Eduardo Sacheri es lo mas parecido al Negro Fontanarrosa.
Y este cuento es una prueba de ello, un cuento largo pero que no tiene desperdicio, tomense 5 minutos....


¿Qué decís, pibe? Llegaste temprano. Vení, acomodáte. «¡Hey, jefe: Dos cafés!» Dejáte de jorobar, pibe, yo invito. El sábado pasado convidaste vos. ¿Y qué tiene que ver que hoy sea el clásico? El café sale lo mismo. Van uno a cero. Mirálo bien al petisito que juega de nueve. Lo vi en el entrenamiento del jueves, no sabes cómo la lleva. Se mezcló bárbaro con la Primera. Lo acaban de traer. De Merlo, creo. Una maravilla. Aparte ahora que nos cagó Zabala nos hacen falta delanteros. Es una fija, pibe. La única que nos queda es sacar pibes de abajo. Y sacarlos como si fueran chorizos, ¿eh? Si no, te pasa como con Zabala. El club se rompe el alma para retenerlo cuatro, cinco años, y a la primera de cambio cuando le ofrecen dos mangos se te pianta a cualquier lado y te desarma el plantel. Sí, seguro. Si no les importa nada. ¿La camiseta? No pibe, ésa te calienta a vos o a mí, pero ¿a éstos? ¿No fue el imbécil éste y firmó para Chicago? Ya sé que es un traidor, pero fijate lo que le importa.
Se muda al Centro y listo. Si te he visto no me acuerdo. Igual no te preocupes. Hoy no la va a tocar. A ese matungo no le da el cuero para amargarnos la vida. Ya sé que con Chicago la cosa se puede poner fulera. Clásicos son clásicos. Pero quedáte tranquilo. Es un amargo y no se va a destapar ahora.
Si vos hubieras vivido en la época de Gatorra sí que te hubieses chupado un veneno de aquéllos. Vos no habías nacido, ¿no? Si fue hace una pila de años... ¿Y cómo sabes tanto del asunto? Ah, tu viejo estuvo en la cancha. Bueno, entonces no tengo que recordarte mucho. Fue algo como lo de Zabala pero peor. Porque Gatorra era nuestro, pero nuestro, nuestro. Desde purrete había jugado con los colores gloriosos. Pero resulta que en el pináculo de su carrera, cuando nos dejó a tres puntos del ascenso en una campaña de novela, va y firma con Chicago. Fue el acabose, pibe, el acabose. No lo lincharon porque en esa época la gente se tomaba las cosas con más calma. Porque en Chicago la siguió rompiendo. Y para peor, en el primer clásico en el que jugó contra nosotros, con ese harapo bicolor puesto en el lugar donde hasta entonces había estado «la gloriosa», nos metió tres goles y nos los gritó como un loco. Así, pibe, sin ponerse colorado. Lo putearon de lo lindo, pero el resentido parece que cuanto más lo insultaban más se enchufaba. Escucháme un poco: el tercer gol lo metió de taco, con las manos en la cintura, sonriendo para el lado en que estaba la hinchada del Gallo. Ni te imaginás, pibe.
Así que tu viejo lo vio, fijáte un poco. Si hubieses estado, nene. No sabés lo que fue aquello. Pero 10 mejor, lo mejor...
¿Te cuento una historia rara? ¿Seguro? Tiempo tenemos: van cinco minutos del segundo tiempo. Falta como una hora para que empiece. Bueno, entonces te cuento: ¿qué me decís si te digo que ese partido de los tres goles de Gatorra con la camiseta de Chicago yo lo vi en medio de la tribuna de ellos, rodeado por esos ignorantes que gritaban como enajenados? ¿Qué me dirías si te digo que los dos primeros goles hasta tuve que alzar los brazos y sonreír como si estuviera chocho de la vida?
¿Sabés qué pasa, pibe? La verdad es que Gatorra no era el único traidor de aquella tarde: yo también estaba del lado equivocado. Sí, flaco, como te cuento. Y todo, ¿sabés por qué?: por una mina. Todo por una mina, ¿te das cuenta? No, ya sé que no entendes ni jota. No te apurés. Dejáme que te explique.
A veces la vida es así, pibe, te pone en lugares extraños. La cosa vino más o menos de este modo: un año antes más o menos de ese partido de la traición de Gatorra, les ganamos en Mataderos, encima con un gol de él, fijáte un poco. A la salida me desencontré con los muchachos de la barra, así que entré a caminar por ahí, cerca de la cancha, pero me desorienté feo. Muy tranquilo no andaba, qué querés que te diga. Ya era de tardecita, y terminar a oscuras rodeado de gente de Chicago no me hacía ninguna gracia, sabés. Pero en una de ésas doy vuelta una esquina y la veo. No te das una idea, pibe. Era la piba más linda que había visto en mi vida. Llevaba un trajecito sastre color grisesito. Y zapatitos negros. Mirá si me habrá impactado: jamás de los jamases me fijaba en la pilcha de las minas. Y de ésta al segundo de verla ya le tenía hasta la cantidad de botones del chaleco. Era menudita pero, ¡qué cinturita, mama mía, y qué piernas! Bueno, pibe, no te quiero poner nervioso. Y cuando le vi la cara... ¡Qué ojos, Dios Santo! No sabés los ojos que tenía. Cuando me miró yo sentí que me acababa de perforar los míos, y que el cerebro me chorreaba por la nuca. Qué cosa, la pucha. Estaba apoyada contra un auto, con un par de fulanos a cada lado. Dudé un momento. Si me paraba ahí y la seguía mirando capaz que esos tipos me terminaban surtiendo. Pero, ¿si me iba? ¿Cómo iba a verla de nuevo? No tenía ni idea de dónde cuernos estaba. Era entonces o nunca. Así que enfilé para donde estaban. Sí, como lo oís. Mirá que me he acordado veces, pibe. ¿Cómo me animé a encarar hacia el grupito ése, de nochecita, en Mataderos, después de llenarles la canasta? Y fue por amor, pibe. No hay otra explicación posible ¿Qué vas a hacerle?
Cuando me acerqué medio que entre dos de los fulanos me salieron al paso. Ahí un poco me quedé: los medí y me avivé de que me llevaban como una cabeza. Atorado, voy y les pregunto para dónde queda Avenida de los Corrales. Apenas hablé me quise morir. Ahí nomás se iban a apiolar: ¿qué hacía un tarado caminando solo por Mataderos el sábado a la nochecita, preguntando por Avenida de los Corrales, si no era un hincha de Morón que venía de llenarles la canasta y no tenía ni idea de dónde estaba parado? Tranquilo, Nicanor, me dije. Capaz que estos tipos ni bola con el fútbol. Pero la esperanza me duró poco. Uno de los tipos me encara y me pregunta de mal modo: «¿Vos no serás uno de esos negros de Morón, no?». Yo me quedé helado. Iba a empezar a tartamudear una excusa cuando la oí a ella: «Alberto, cuidá tus modales, querés». Dijo cinco palabras, pibe. Cinco. Pero bastó para que yo supiera que tenía la voz más dulce del planeta Tierra. Casi me la quedo mirando de nuevo como un bobo, pero el instinto de conservación pudo más y me encaré con el tal Alberto. Yo sé que ahora te lo cuento, cuarenta años después, y parece imperdonable. Pero ubicáte en el momento. La piba ésta. Yo con el amor quemándome las tripas. Y esos cuatro camorreros listos para llenarme la cara de dedos. La boca puede caminarte más rápido que la mente, sabés: «¿Qué decís? ¿De Morón? Ni loco, enteráte». Y volví a mirarla. A esa altura ya me quería casar, sabés. Así que no se me movió un pelo cuando seguí: «De Chicago hasta la muerte».
Los tipos sonrieron, y a mí me pareció que ella se aflojaba en una expresión tierna. El único que siguió mirándome con dudas fue el tal Alberto: «Y decíme, si sos de Chicago, ¿cómo cuernos no sabés dónde queda la Avenida de los Corrales?». Era vivo, el muy turro. Los demás me clavaron los ojos, repentinamente apiolados del dilema. Pero yo andaba inspirado. Y la miraba de vez en cuando a la piba y el verso me salía como de una fuente: «Resulta... -me hice el que dudaba si exponer semejante confidencia-, resulta que es la primera vez que puedo venir a la cancha». Los tipos me miraron extrañados. Yo ya andaba por los treinta, así que no se entendía mucho semejante retraso. «Yo vivo en Morón -seguí-, es cierto, pero...-los tipos me clavaban los ojos-, pero volví a caminar recién hace cuatro meses».
Te la hago corta, pibe. Arranqué para donde pude, y lo que se me ocurrió fue eso. Supongo que fue por los nervios. Pero no vayas a creer. Después fui hilvanando una mentira con otra, y terminó tan linda que hasta yo terminé emocionado. Les dije que de chiquito me había dado la polio y había quedado paralítico. Y que por eso nunca había podido ir a la cancha. Agregué que me hice fanático de Chicago por un amigo que me visitaba y que después murió en la guerra (no se en qué carajo de guerra, dicho sea de paso, pero les dije que en la guerra). Y que me había enterado de que en Estados Unidos había un doctor que hacía una operación milagrosa para casos como el mío. Y que había vendido todo lo que tenía para pagarme el tratamiento. Terminé diciendo que había sido todo un éxito. Que había vuelto hacía dos semanas, después de la rehabilitación, y que apenas había podido me había lanzado a Mataderos a ver al Chicago de mis amores. Tan poseído del papel estaba que cuando conté mi tristeza por los dos goles recibidos en la tarde se me quebró la voz y se me humedecieron los ojos. Cuando terminé los cuatro energúmenos me rodeaban y el tal Alberto me apoyaba una mano en el hombro.
«Me llamo Mercedes, encantada.» Me alargó la diestra, y mientras se la estrechaba pensé que cuando llegara a casa me iba a cortar la mano y la iba a poner de recuerdo sobre la repisa. Tenía la piel suave, y me dejó en los dedos un aroma de flores que me duró hasta la mañana siguiente. Después se presentaron los tipos. Tres eran hermanos de ella, «gracias a Dios», pensé. Y el coso ése, Alberto, era un amigo. «Me cacho en diez, será posible, el muy maldito», me lamenté.
Estaban en la vereda de la casa de ella. Y acababan de volver del partido. El corazón me dio un vuelco cuando me enteré de que el papá de ella era miembro de la comisión directiva, y que el más grande de los hermanos era vocal de la asamblea. No sólo eran de Chicago: ya era una cosa como Romeo y Julieta, ¿viste?
Resulta que iban todos los sábados a ver a Chicago, pero Mercedes iba sólo cuando jugaban de locales. Y al palco, junto con el padre. Los hermanos y el otro tarado iban a la popular, con algunos amigos. Se ofrecieron a llevarme a casa. Traté de disuadirlos, diciéndoles que en Morón tal vez no fueran bien recibidos, pero insistieron. «Tendrás que descansar», decían.
Yo fui rezando todo el viaje para no cruzarme con ninguno de los vagos de mis amigos. Llegué sano y salvo. Tuve el cuidado de cojear levemente al bajar delante del portón de casa. Los saludé efusivamente. Ellos se dijeron algo mientras yo me alejaba. «¡Nicanor!», me llamó el hermano grande. «¿Querés venir el sábado con nosotros?» Mi alma estaba vendida definitivamente al diablo. Me di vuelta. Y algo vi en los ojos de ella que me decidió. «Seguro -contesté-. Pero no se molesten hasta acá. Los veo en la sede.» Los miré alejarse creyendo entender a San Pedro cuando escuchó cantar al gallo el Viernes Santo.
Cuando entré a casa la encaré a mi vieja y le di rápido el resumen de mi nueva vida. Pobre viejita, no entendía nada. Cuando le dije que me habían traído unos hinchas de Chicago rajó para la heladera para prepararme unos paños fríos. «Vos te insolaste», diagnosticó. Pero la seguí hasta la cocina y con paciencia
le expliqué varias veces el asunto. «¿Tan rica es esa chica, Nicanor?», me preguntó. «No me pregunte, mamita». contesté turbado. Se ve que entendió, porque nunca más me dijo nada.
Con los muchachos la cosa iba a ser distinta. ¿Cómo explicarles semejante agachada? No me animé a hablar. Tuve que apilar una mentira sobre la otra, y sobre la otra, y así hasta formar una torre interminable. En el barrio dije que me había salido un laburito de contabilidad en una empresa de colectivos, los sábados. Y los muchachos, lógicamente, se quejaron. Decían: «¿Para qué lo querés Nicanor? Si con el sueldo del banco para vos y tu vieja te alcanza y te sobra». Y yo que «no, sabés que pasa, que quiero ahorrar unos manguitos», y toda esa sanata. La vieja resultó de fierro. Tan entregado me veía a mí que hasta colaboró con alguna mentirita menor para darme más coartada. Cuando salía a hacer las compras comentaba que el pobre Nicanor estaba deslomándose con dos trabajos, para comprarle los remedios para el asma. «¿Y desde cuándo tiene asma, Doña Rita?» «Es `asma muda', por eso», contestaba. Pobre viejita, se ve que en la familia nunca fuimos demasiado brillantes para el verso.
El asunto es que en ese año emprendí una doble vida de Padre y Señor nuestro. Durante la semana hacía mi vida normal: después del banco pasaba por la sede del Deportivo a tomar una copita y jugar naipes con los muchachos. Cara de póker, como si nada. Una vez sola estuve a punto de pisar el palito. Se habían trenzado en una discusión de las habituales, pero ese día se les había dado por lucirse citando equipos en cuya formación se repitieran ciertos nombres de pila. No sé, Carlos, Artemio, el que fuera. Y voy yo como un pelotudo y digo que en la primera de Chicago juegan cuatro tipos que se llaman Roberto. Me miraron como si fuera un extraterrestre. Salí del paso levantando el dedo y con voz solemne: «Y, viejo, conoce a tu enemigo» o alguna imbecilidad por el estilo. Pero transpiré la gota gorda. ¿Qué querés? Pasaba lo evidente. Todos los sábados a ver a Chicago. Chicago para acá, Chicago para allá, como si fuese el hincha más fiel del planeta. Ya me conocía hasta las mañas del aguatero suplente. Pero ¿cómo no iba a ir? Si a la vuelta los hermanos me insistían para que me quedara a un vermouth en casa de Mercedes. Por supuesto me los tenía que bancar al viejo y a los hermanitos, pero también estaba ella, que se prendía a las conversaciones futboleras con elegancia pero sin remilgos.
Todo tenía sus ventajas: si perdía Chicago yo disfrutaba como un príncipe heredero las caras de culo de mis acompañantes, mientras fingía certeras pala bras de consuelo y pronosticaba futuras abundancias. Si ganaban, la algarabía del papá solía redundar en una invitación para comer afuera, todos juntos, Merceditas incluida. Así que no podía quejarme. Es cierto que la conciencia a veces me remordía mientras saboreaba la picada con el Gancia rodeado de mis enemigos de sangre. Pero de inmediato se acercaba Mercedes, precedida por su sonrisa de arco iris y su mirada de incendio; Mercedes rodeada por su fragancia de mujer inolvidable, ofreciéndome la última aceituna antes de que se la deglutieran aquellos mastodontes, y la sensación de culpa se disolvía en una egoísta gratitud a Dios y a la creación en general.
Pero lo bueno dura poco, pibe. Ese es el asunto. Ya iba para un año de mi traición inconfesa cuando se me vino encima el choque del siglo. Morón versus Chicago, con el malparido de Gatorra estrenando los trapos verdinegros luego de venderse a Lucifer por unos pocos pesos. Yo ya tenía decidido enfermarme de algo incurable ese fin de semana y ver el clásico desde la tribuna correcta de la vida. Ya había anunciado en la sede del Deportivo que en la empresa de colectivos había pedido un adelanto de vacaciones para disfrutar de esa tarde impostergable, en la cual con justa razón los simpatizantes del Gallo harían naufragar al «vendido en un océano de insultos que perseguiría su memoria por el resto de la eternidad. Los muchachos habían recibido mi anuncio con alborozo. En el campamento enemigo abrí el paraguas aludiendo a cierta enfermedad incurable de una cierta tía mía residente en Formosa (que súbitamente se agravaría y me llamaría a su lado para no despedirse del mundo en soledad).
El problema surgió el martes anterior al partido. Debo confesar que para ese entonces yo asistía los martes a la nochecita á un vermouth en la sede de Mataderos. No me mirés así, pibe. Yo estaba compenetrado de mi papel, y Mercedes me tenía totalmente enajenado. Pero los cuatro brutos ésos me la marcaban de cerca. De alguna manera tenía que verla entre semana, aunque fuera de pasadita. Además, estaba ese fulano Alberto, el «amigo», que no la dejaba ni a sol ni a sombra. En verdad, nunca los había visto en actitud de noviecitos. Nada que ver. Pero el tipo se la comía con los ojos. Y al viejo de ella lo seguía como un perro, el muy guacho. Le chupaba las medias que daba asco: le llevaba los papeles, le hacía de chofer, le tenía la puerta vaivén de la sede. Lástima que yo siempre fui tan bueno. Porque si no, en algún amontonamiento en la popular lo empujo y termina veinte escalones más abajo con cuarenta huesos rotos, viste. Pero siempre fui un romántico bobalicón, qué le vas a hacer.
Pero ese martes anterior al clásico se me vino el mundo abajo. El muy imbécil va y anuncia en la mesa de café que el viejo de Merceditas lo ha autorizado a llevarla al cine el sábado a la noche, como festejo especial del previsible triunfo de Chicago en el clásico vespertino. Los hermanos de Mercedes lo palmearon complacidos; y yo tuve que fingir algo parecido a una sonrisa aprobatoria.
Ahora no tenía salida. O lo mataba el sábado en la cancha o el tipo me ganaba definitivamente de mano. Justo ahora, que Mercedes prolongaba las miradas que cruzábamos furtivas en el vermouth de la nochecita, y me buscaba tema de conversación cuando nos encontrábamos a la salida del palco y caminábamos todos juntos hasta el auto. ¿O era una impresión mía, inducida por el embotamiento del amor que le tenía? El hecho, pibe, es que tuve que dar media vuelta en el aire y cambiar de planes.
A los muchachos les dije que en la empresa de colectivos me habían denegado el permiso, bajo amenaza de echarme. Ellos ofrecieron quemar la terminal con mis jefes adentro, pero los disuadí entre sonrisas, convenciéndolos de que no era para tanto. A los hermanos de Mercedes les dije que mi tía la que se estaba muriendo en Formosa se había curado de repente.
Celebraron y brindaron a mi salud y a la de mi tía. Al único que se lo vio medio arisco fue al tal Alberto, como si sospechara algo turbio, o como si lo hubiese desilusionado mi permanencia en Buenos Aires. Por supuesto que verlo así me llenó de alegría.
Con todas esas complicaciones de última hora no tuve tiempo de detenerme a pensar seriamente en las dificultades de presenciar ese clásico histórico en la tribuna visitante. ¿Entendés, chiquilín? Primera dificultad: que me reconociera la gente del Gallo. Solución: anteojos negros, cuatro días sin afeitarme y un amplio sombrero para protegerme del sol. Segundo problema: llegar en medio de los visitantes y ser reconocido pese a mis camuflajes. Solución: entrar a primera hora, solo, y esperar en las gradas la llegada de la tribu de Merceditas, bien escondido en el extremo de la popular opuesto a la zona de plateas. Quedaba un tercer problema, pero éste no tenía solución posible: soportar noventa minutos en nuestra cancha en silencio, o moviendo los labios acompañando a los energúmenos éstos, mientras del otro lado del césped los nuestros descargaban su justo rosario contra esos malparidos y sobre todo contra Gatorra, su más pérfida y reciente adquisición. Y mientras tanto rezar, rezar para que nadie se diera cuenta de la impostura, para que Gatorra estuviese en una mala tarde, para que ganáramos el clásico, para que la derrota le torciese el humor al padre de Mercedes y cancelara la salida al cine de la noche en el auto del tarado de Alberto. Demasiados pedidos para un solo Dios en un solo rezo. Pero, ¿qué iba a hacer, pibe?
Cumplí mi plan a la perfección. Llegué a la una en punto, recién abiertas las puertas. Completé mi atuendo con un piloto verde y amplio que había sido de mi difunto tío. No sabés la facha, pibe: sombrero ancho, anteojos negros, capote militar y barba de varios días. Cuando me vio salir de casa a la viejita casi le da un soponcio. Tuve que sacarme todo de raje para mostrarle y convencerla de que no era una aparición de San La Muerte.
¿Qué te contaba, pibe? Ah, sí. Que llegué temprano y me acomodé bien arriba en las gradas a esperar. Cuando fueron llegando los de Chicago no hablaban de otra cosa: jorobaban con cuántos goles nos iba a meter Gatorra, practicaban los cantitos alusivos, hacían gestos, no sabés, pibe. Una tortura. A eso de las dos cayeron los hermanos de Mercedes. Tuve que hacerles señas mientras me acercaba a ellos para que me reconocieran. Aduje una extraña reacción cutánea que me obligaba a protegerme del sol. «¿Qué sol, si en cualquier momento llueve?» No podía faltar el inoportuno de Alberto para buscarle la quinta pata al gato. «Secuela de la operación, por la anestesia, sabés. Los otros lo codearon, enternecidos por mi sufrimiento, y lo obligaron a callar.
Cuando faltaban quince minutos, en la tribuna visitante no cabía un alfiler. La verdad, ellos habían traído a todo el mundo. Y a la luz de cómo fueron los hechos hicieron bien, ¿no? Imagináte pibe: ser testigo de una goleada bárbara con tres tantos de un tipo que traicionó a tus enemigos y ahora juega para vos. ¿No parece un cuento de hadas, pibe?
A Merceditas la ubiqué enseguida gracias al enorme paraguas negro que el viejo de ella abrió cuando empezó a chispear, faltando cuatro minutos. Levanté un brazo a modo de saludo, y ella me contestó con una sonrisa que me levantó la temperatura debajo del capote verde. ¿Cómo hizo para ubicarme con semejante indumentaria? En ese momento me dije que era el amor el que la guiaba con sus dictados. No pongás esa cara, pibe, ya sé que uno es cursi cuando habla de amor, pero qué querés. Si la hubieses visto como yo la vi. Nunca más volví a ver a una mina tan linda como estaba Merceditas esa tarde. Llevaba un vestidito verde con cartera y zapatitos negros (y qué querés, si la pobre no conoció otro cuadro) que le quedaba que ni pintado. Y el pelo recogido en un rodete. Y los labios rojos. Me hubiese quedado mirándola el resto de la tarde. Bah, el resto de la vida.
Pero cuando salieron a la cancha los ojos se me fueron a Gatorra. El muy guacho iba bien erguido, encabezando la fila. Recibía los insultos casi con gra cia, con elegancia. Cuando enfiló para el medio miró hacia la hinchada visitante que se vino abajo. En esa época los equipos no solían saludar desde el medio, pero el soberbio éste se tomó el tiempo de alzar los brazos en dirección a las vías del Sarmiento, para que a sus espaldas un rumor de rabia se alzara como un incendio desde la barra enfurecida. Yo rezaba debajo de mi disfraz para que lo partieran a la primera de cambio. Pero se ve que Dios andaba en otra cosa. Porque este malnacido, este traidor imperdonable, eludió a cuatro tipos y la tocó suavecita a la salida del arquero. Alrededor mío los fulanos se subían unos a otros, lloraban, gritaban como energúmenos, levantaban los brazos gesticulando obscenidades. Sintiéndome Judas tuve que alzar los brazos, para no botonearme tanto. En cuanto pude miré para el palco y la vi a Mercedes aplaudiendo con la carterita colgada del antebrazo izquierdo y sonriendo hacia donde yo estaba; y solté dos lagrimones de dolor que me corrieron bajo los lentes oscuros. La impotencia, ¿sabés?.

Veinte minutos más y ¡zas! Córner y un cabezazo del cornudo de Gatorra. Dos a cero y de nuevo el delirio. Ahí yo empecé a pensar que en realidad todo era un castigo por mi traición; y que la culpa de esa humillación colectiva la tenía yo, el Judas moderno del fútbol argentino. Decí que cuando terminó el primer tiempo y todos los tipos se apuraron a apoyar el trasero en algún huequito libre de los escalones, yo me hice el otario y me quedé parado. Me pasé los quince minutos hablando por gestos con Merceditas, a través de la distancia. Ya sé, flaco: alrededor mío tenía cinco mil tipos convencidos de que yo era un pelotudo. Pero qué querés, si era un primor la piba. Aparte, de vez en cuando, lo relojeaba de costadito al tal Alberto y estaba hecho una furia, no sabés.
En el segundo tiempo nos pegaron un peludo inolvidable, pero estaba por terminar y no nos habían vacunado de nuevo. Yo miraba el reloj cada veinticinco segundos, desesperado porque terminara de una vez por todas el suplicio chino. «Quedáte tranquilo, Nicanor, que están muertos», me tranquilizaban los hermanos. «Ya sé, ya sé», contestaba yo, en una mueca semisonriente, y con ganas de descuartizarlos con una sierra de calar. Yo los veía a los nuestros, al otro lado del océano verde, y el pecho se me hinchaba de orgullo. Seguían cantando e insultándolo a Gatorra en cuatro idiomas, indiferentes a las burlas y al oprobio. ¡Qué no hubiera dado por estar entonces del otro lado! Pero de inmediato giraba hacia mi derecha y la veía a ella, tomadita del brazo del viejo, indefensa, pura, increíblemente hermosa, y me decidía a tolerar unos minutos más.
Pero lo que pasó entonces fue demasiado. Faltaban cinco. Se escapa Gatorra y enfrenta al arquero. Le amaga y lo pasa. Se detiene. La hinchada visitante grita enloquecida. El arquero vuelve sobre sus pasos. El Traidor, con la sangre fría de un cirujano, vuelve a enganchar y el guardameta pasa como una tromba para el otro lado. A mi alrededor deliran. Pero falta. Porque el inmundo ése se da vuelta con las manos en jarra, observa parsimoniosamente a la heroica hinchada del Gallo, y le da a la bola un tacazo disciplicente en dirección al arco vencido. Para terminar de perpetrar su osadía, se acerca al alambrado y empieza a besarse el harapo verdinegro que los turros ésos usan de camiseta.
Uno de los hermanos de Mercedes me estampó tal apretón que casi me arranca el sombrero. Delante mío dos tipos lloraban abrazados. Yo miraba sin po der dar crédito a mis ojos. Enfrente, la hinchada de mis amores en un silencio de sepulcro. Alrededor estos fulanos con una chochera de mil demonios. Y al pie de las gradas Gatorra besuqueándose la casaca con cara de chico bueno y cumplidor. Es el día de hoy que aún recuerdo la sensación de fuego que empezó a subirme desde las tripas, y que terminó casi quemándome la piel de la cara. Y para colmo van los nuestros, primero sueltos, algunos pocos, luego más, por fin todos, dándole al «¡El que no salta, es de Chicago... el que no salta, es de Chicago!», y a mí se me empezó a dar vuelta el estómago como si me estuviesen mirando a mí a través de todo el largo de la cancha; como si ni el sombrero ni el capote ni los lentes oscuros hubiesen bastado para tapar la traición delante de los míos. Supongo que tratando de encontrar fuerzas para seguir corrompiéndome, miré hacia la platea para verla. Allí estaba, como siempre en todo ese año de mi perdición: bella, perfecta, inolvidable. Sonriendo hacia donde yo estaba, quemando el cemento desde su sitio hasta el mío con las chispas de sus ojos incandescentes. Le pedí a Dios que me hiciera nacer de nuevo. Que me cambiara de vida. Que me arrancara para siempre la memoria. Pero algo adentro mío, algo empezó a crecer mientras escuchaba los cantos del otro lado y las burlas de éste, una mezcla de vergüenza y de pudor y de rabia por saber al fin definitivamente que no podía, y que por más que quisiera y lo intentara nunca jamás de los jamases podría cambiar de vereda, aunque la perdiese a ella para siempre, aunque me pasase el resto de la vida lamentándome semejante cuestión de principios, porque tarde o temprano todo iba a saltar, porque un martes u otro les iba a terminar cantando las cuarenta en esa sede de mierda que tienen ellos, o un sábado del año del carajo me iba a pudrir de aplaudir castamente los goles de ellos, y porque aunque no les partiera una botella en la zabiola a todos los hermanos y al tal Alberto, tarde o temprano en la jeta se me iba a notar que no, que nunca jamás en la puta vida voy a ser de Chicago, porque mis viejos me hicieron derecho y no como al turro malparido de Gatorra. Y cuanto más me calentaba conmigo, más me calentaba con él, porque mientras se besaba la camiseta más y más yo sentía que me decía: «Vení, Nicanor, vení conmigo acá al pastito, dale vos también algunos chuponcitos a la camiseta, dale Nicanor, no te hagás rogar, si vos y yo somos iguales, si los dos somos un par de vendidos, yo por la guita y vos por la minita, pero somos iguales; dale Nicanor, qué te cuesta, dale, sacáte el disfraz y vení, que estamos cortados por la misma tijera, pero por lo menos yo no me ando escondiendo».
Cuando tuve a mis hijos me puse nervioso, es cierto. Pero nunca sufrí tanto como esos dos minutos de los festejos del tercer gol de Gatorra en cancha nuestra. Te lo juro. Volví a levantar los ojos. Todo seguía igual. Alrededor mío la hinchada de Chicago comenzaba a apaciguarse: se destrenzaban los abrazos, algunos se sentaban para reponer energías, otros se ajustaban la portátil a la oreja para escuchar los detalles. Enfrente bailaban las banderas rojiblancas. A mi derecha, Mercedes me acunaba en sus ojos. Abajo, el traidor prolongaba un poco más la burla hacia mi gente.
De ahí en más no pude controlarme. Miré por anteúltima vez a la platea e hice un gesto de adiós con la mano. Después me erguí en puntas de pie. Hice bocina con ambas manos. Respiré hondo. Entrecerré los ojos. Y cacareé con todas las fuerzas de mi alma renacida un: ¡¡¡¡¡GATORRA VENDIDO HIJO DE MIL PUTA!!!!! que se escuchó hasta en la Base Marambio.
No tuve ni tiempo de disfrutar la sensación de alivio que me sobrevino apenas lo mandé al carajo, porque en el instante en que me enfrié un poco tomé conciencia del sitio donde estaba: ahí solito con mi alma, en medio de los leones, listo para ser devorado. Cuando miré a las fieras, había por lo menos sesenta pares de ojos clavados en mi pobre persona, y por los cuchicheos se iba corriendo la voz gradas arriba y gradas abajo. «¿Qué dijiste?», me encaró de mal modo el tal Alberto, desde el escalón inferior al mío. Lo miré. A fin de cuentas yo estaba ahí por su culpa: ¿no estaba en ese antro en un intento desesperado por evitar su salida nocturna con Merceditas? El maldito no sólo iba a salir con ella: después de lo de hoy tendría el camino definitivamente libre de obstáculos. Sin pensarlo dos veces le mandé un directo a la mandíbula. El muy zopenco cayó hacia atrás organizando una pequeña avalancha en los tres o cuatro escalones subsiguientes.
Mi vida pendía de un hilo: no sólo acababa de deschavarme delante de cinco mil enemigos. Acababa también de surtirle una linda piña a un socio querido y respetado de la institución. Sin pensarlo dos veces, tomé la decisión que finalmente y pese a todo terminó salvándome la vida. Salí disparado escalones abajo, aprovechando el claro dejado por mi contrincante semidesvanecido. Llegué al alambrado y me prendí con ambas manos como si fueran tenazas. Ya detrás mío distinguía con claridad los primeros «atájenlo que es de la contra», «párenlo que es un vendido», «vení que te reviento la jeta a patadas». Con los mocasines me costó enganchar los pies en los rombos del alambre. Encima no faltaban los comedidos que sin saber muy bien del asunto igual trataban de atajarme por la ropa. Perdí el sombrero de una pedrada. Los anteojos se me cayeron forcejeando con un viejito sin dientes que no me soltaba la pierna derecha. Gracias a Dios, en esa época el alambrado era más bajo. Me pinché hasta el alma cuando llegué a la cúspide. Me arqueé hacia atrás para verla por última vez en mi vida. No fue fácil, pibe. ¿Sabés lo que fue saber que estaba renunciando a ella para siempre?
Para ese entonces ya me tiraban con serpentinas sin desenrollar. Igual me encaramé como pude en el alambrado y, en acto penitencial y al grito de «¡Sí, sí, señores, yo soy del Gallo» obsequié floridos cortes de manga a derecha e izquierda, hasta que me acertaron un cascote en plena frente, perdí el equilibrio y me fui de cabeza. Gracias al cielo, caí del lado de la cancha. Si no, estos tipos me cuelgan ya sabés de dónde.
El resto me lo contaron, porque permanecí inconsciente como cinco días. Mi vieja batió el récord de velas encendidas en la Catedral, pobrecita. Cuando abrí los ojos estaban todos. El Negro, Chuli, Tatito. Me habían cubierto con la bandera del Gallo. Primero pensé que estaba muerto y que me estaban velando; pero los muchachos me convencieron, en medio de mis lágrimas, de que estaba vivito y coleando. «La clavícula, tres costillas y cinco puntos en la zabiola -me decían-, la sacaste rebarata, Nicanor.»
Sí, pibe, como lo escuchás. Yo soy ese tipo del capote verde que se tiró desde la cabecera visitante a la cancha el día de ese clásico espantoso de los tres goles de Gatorra. Sí, capaz que lo hacés ahora y te pegan tres tiros y no contás el cuento. Yo qué sé, eran otros tiempos.
Yo era joven, y aparte no sabés. Si la hubieses visto a Mercedes... Nunca volví a conocer a otra mujer como ella. Pero, bueno, qué le vas a hacer, así es la vida. Igual sufrí como un condenado, no vayas a creer. Los muchachos me decían que no lo tomara así, que minas hay muchas pero Gallo hay uno solo, y todas esas cosas que son verdad, pero, qué querés, a mí esa piba me había pegado muy hondo, sabés. Eh, chiquilín, no te pongás triste. ¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que podés hacer y cosas que no.
A ver, dejáme fijarme un poco. Sí, por acá ya se están parando. Me rajo que quedó un caminito. Dale, pibe. Ayudáme a levantarme. No, ya me tengo que ir, dale. ¿No ves que acaba de terminar el partido de reserva? Ya sé que ahora empieza el partido en serio. No flaco, en serio. Tengo que rajarme. No, pibe, ¿qué corazón, ni qué carajo? Del bobo ando hecho un poema.
Pero qué querés. Promesas son promesas. Y si me quedo capaz que no puedo contenerme y falto a mi palabra. El sábado que viene me contás. No, pibe, en serio. Tengo que irme. Permiso, permiso, gracias. Hasta el sábado.
Créeme, pibe. Te digo en serio. ¿Cómo qué promesa, pibe? «Vos júrame que nunca más gritas un gol de Morón contra Chicago. Nunca en la vida. Y yo le digo a papá que le guste o no le guste nos casamos igual.»
¡Chau, pibe!
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