La formación inicial se compone de Edu D. (elEdu), Hugo P. (Grafo), Hernan G. (PIC), Carli C. (Calito), con la participación especial de
Jorge V. (El Alquimista) y Raúl D. (RD), pero esperamos seamos mas. En este partido como en los partidos de la vida hay alegrias, tristezas, polemicas, amores, desamores, cambios y transformaciones, seria un placer que participes de ellos junto a nosotros..

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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Independiente mi viejo y yo (Eduardo Sacheri)

Aprovechando estos tiempos que corren, donde vemos al Rojo de Avellaneda en los últimos lugares de la tabla, y por contra partida Campeón de la Sudamericana, desde Mano Inquieta brindamos por un trofeo mas para el primer Rey de Copas. Salud Campeón!

“Mirá que esta noche es el partido”, me dijo él.
Hizo bien porque uno, a los cinco años, no tiene una conciencia cabal de la periodización del tiempo. Como mucho distingue el sábado y el domingo, porque esos días no hay que ir al jardín, y papá se queda en casa a jugar con uno. Pero con los otros días y las otras noches, la cosa se complica. Por eso sin la advertencia de papá, hecha con el beso de recién llegado del atardecer, yo habría pasado por alto la infinita importancia de esa noche.
Los preparativos fueron los de siempre. Mientras él encendía el Stromberg-Carlson con suficiente antelación para darle tiempo a las válvulas, yo le pedí a mamá la ropa apropiada para el evento. Primero se negó a lo del pantaloncito corto, aduciendo que era invierno y que hacía mucho frío. Yo argüí hasta el cansancio que los jugadores juegan con pantalones cortos, y al aire libre. Una salomónica intervención de papá desempantanó por fin el pleito: con pantalón corto, pero sentado cerca de la estufa de kerosene del comedor. Después me puse la camiseta roja con el cuellito blanco, con el once de cuero cosido en la espalda, igualito que Daniel Bertoni. Papá, mientras tanto, iba trayendo la colección de trapos rojos que colgábamos a modo de banderas. Había pañuelos, una frazada, un pulóver, un par de camisas chillonas. La lámpara de pie, el timón de barco que adornaba la pared, varias de las sillas, todos terminaron ocultos en nuestro rito ornamental y futbolero.
Cuando llegué, rigurosamente ataviado con los colores reglamentarios, me llené los ojos de banderas rojas. Lo único que nos faltaba era el viento para que flamearan, como en la cancha.
Papá se negaba, pese a mis acaloradas argumentaciones, a vestir también el atuendo correspondiente. Nada de camiseta. Y mucho menos de pantalones cortos. A mi me parecía un desperdicio, con tanto trapo rojo disponible y tan a mano. Pero él prefería verlo con su bata de siempre, calzado con sus chinelas ruidosas, con el paquete de Kent y el cenicero, pobrecito, para fumarse los nervios uno por uno.
Mientras daban las últimas propagandas, y antes del aviso de “minuto cero del primer tiempo, es tiempo para una ginebra Bols” (o cosa por el estilo) que marcaba la hora señalada, papá se sintió en la obligación de preservarme de desilusiones demasiado abruptas. Me miró como me miraba siempre que tenía algo importante que decirme, con una mezcla de solemnidad y de ternura, con un bosquejo de sonrisa iluminándole los ojos. “Mirá, tipito –empezó, porque él me llamaba de esa manera cuando teníamos que aclarar cosas importantes-, que la cosa viene difícil.” Y volvió a enumerarme todas las dificultades que nos esperaban en esa noche de invierno. Que ellos habían ganado en Brasil, que nos habían pegado un peludo bárbaro, que no sólo teníamos que ganar, sino que debíamos hacerlo por no se qué diferencia de gol. Pero para mi sus argumentos sonaban confusos. ¿Acaso él mismo no me había dicho que Independiente era el Rey de Copas, que la Copa, la Copa se mira y no se toca, que los brasileños nos tenían un miedo descomunal, y que en Avellaneda y de noche se morían de frío, y no podían ni levantar las patas del pasto? El trató de convencerme de que, pese a la absoluta veracidad de lo dicho en otras ocasiones, esta noche las cosas iban a ser muy difíciles y peliagudas. De todos modos, nos entonamos cantando un par de veces el “si, si señores, yo soy del Rojo”, y algún otro estribillo para ir matando el tiempo.
Cuando finalmente se acabaron las propagandas, papá encendió la radio Phillips, con su estuche de cuero, que debía ser la primera portátil de Sudamérica (y la teníamos en casa). Le bajó el volumen a la tele: ambos sabíamos que los relatores de radio son mejores que los otros.
Cada uno ocupó su sitio de siempre. El en la cabecera de la mesa, y yo sobre el arcón de mirar la tele. Acercó la estufa de kerosene de ese lado para cumplir lo pactado en cuanto a temperatura corporal con la madre del win izquierdo en el bolsillo.
Pero la carne es débil. No importa cuánta preocupación ocupe nuestro pensamiento, ni cuánta angustia agobie nuestro espíritu. Uno siempre termina teniendo hambre, o teniendo sueño, y sucumbiendo a esas necesidades poco altruistas. Empecé a cabecear apenas empezado ese partido inolvidable. Mamá me dijo varias veces que me fuera a la cama. Pero yo seguía ahí, impertérrito, sentado en el arcón, con las patas colgando y pateando en el aire como si estuviese en plena cancha en los escasos momentos de lucidez que tenía en medio de mi mar de sueño. Papá esperó un rato y después me dijo que me fuera, que me quedara tranquilo. Yo protesté que de ninguna manera, que teníamos que seguir ahí los dos, haciendo fuerza con los cantitos y las banderas. El me dijo con aire confiado que no hacía falta, que igual sin mí íbamos a salir campeones, que me quedara tranquilo, que los teníamos de hijos. Ante semejante desparramo de confianza le hice caso y me dormí.
A la mañana siguiente mamá me despertó para ir al jardín. Embotado de sueño me dejé vestir, abrigar y conducir a la cocina a tomar la leche. Después ella me sentó en el sillón del living para atarme los cordones, como hacía siempre mientras esperábamos que pasara el micro. Apenas me despabilé un poco recordé la noche de la víspera, y me desesperé preguntándole el resultado del partido. A la luz del día, y después de un sueño reparador, mi deserción de la noche me parecía imperdonable. Ella me miró y dijo no saberlo. Le pregunté por papá, y respondió que aún no se había levantado.
Han pasado veinticinco años, pero aunque pasen sesenta voy a recordarlo como si hubiese sucedido hoy. La casa estaba iluminada por uno de esos soles oblicuos y tibios del invierno. Yo tenía el guardapolvo cuadrillé lila y blanco, y la bolsita en el regazo, bien agarrada a la diestra, para no olvidármela (otras veces me había pasado, y me había quedado sin el Jorgito de dulce de leche y sin la taza de plástico para el mate cocido; así que ahora la cuidaba más que a mi vida).
De repente oí abrirse la puerta del dormitorio. Y enseguida escuché el clásico arrastrar de las chinelas en el parquet del pasillo. El corazón me dio un vuelco. Lo llamé a los gritos. Entró a las carcajadas, preguntándome el motivo de mi ansiedad. Yo lo interrogué por el resultado, ya totalmente despierto, ya absolutamente pendiente de lo que dijeran sus labios, ya indiferente a mamá terminando de atarme los cordones. El se acercó, se inclinó, me dio un beso de buenos días, y se me quedó mirando con expresión jubilosa. Recién cuando volví a preguntarle me dijo que sí, que claro, que habíamos salido Campeones de nuevo, y que no me olvidara en el jardín de decirle a todo el mundo que Independiente había vuelto a salir Campeón de América.
Yo, aún en medio de mi alegría, me hice el tiempo de preguntarle cómo habíamos hecho, si él me había dicho que era muy difícil, que en Brasil nos habían dado un baile bárbaro, que teníamos que hacerles como tres goles, que en el Campeonato de acá andábamos como la mona. El me miró risueño, y sembró una semilla más en el fértil potrero de mis sueños de pibe. “Pero, tipito –empezó, como enunciando una verdad ya reiterada hasta el cansancio-, ¿no te dije que los brasileños ven la camiseta del Rojo y se asustan tanto que no pueden ni mover las patas? ¿No te dije que, con el frío, se quieren volver a su casa a comer bananas para entrar en calor? Por eso te dejé dormir. Porque era tan fácil que nos las rebuscamos sin tu aliento.” Y en medio de mi maravilla impávida, terminó: “Menos mal que te dormiste. Imagináte si te quedás despierto y gritás conmigo: les hacemos veinte goles y no quieren venir a jugar nunca más, y nos quedamos sin nadie a quien ganarle la copa”. Después me levantó en brazos y cantamos “la copa, la copa, se mira y no se toca”, y dimos la vuelta olímpica a los saltos, por toda la casa. Vino el micro y me fui al jardín de infantes.
Supongo que ésos son los recuerdos que se le meten a uno en los recovecos del corazón, y echan cría y se nutren de su propio néctar, y nos marcan para toda la vida. Por lo menos así ocurrió conmigo.
Y no me avergüenza reconocer que ahora, ya grande, cuando tengo un problema que me agobia, o cuando me toca sufrir por radio y por televisión un partido de Independiente y me como los codos por la ansiedad y la angustia (la vida me enseñó lo inconveniente que puede resultar fumarse los nervios), siento un impulso difícil de dominar, una tentación casi irresistible que me invita a irme a dormir, a abrigarme en la certeza de que mientras yo sueño, mi papá e Independiente, como duendes laboriosos, van a arreglarme el mundo para que yo lo encuentre refulgente en la mañana
Y queda en mí el mandato inexorable que dictan las fidelidades eternas. Cuando Independiente gana un Campeonato –al fin y al cabo, Dios y sus milagros evidentemente existen- lo primero que hago, en la cancha o en mi casa, es levantar los brazos y los ojos hacia el cielo, abrazándolo a mi viejo a través de todos los rigores del destino, y por encima de todas las traiciones de la muerte.
Lo que pasa es que tratándose del Rojo, de mi viejo y de mí, hay veces que la muerte es una señora que nos tiene un miedo bárbaro. Una vieja podrida a la que, de locales en Avellaneda, le tiramos la camiseta y podemos, de vez en cuando, llenarle la canasta.
Todavía me acuerdo de ese número once de cuero blanco, cosido en la camiseta como el de Bertoni.
Pero ahora también veo, cuando me fijo con suficiente atención, que mi viejo también lleva lo suyo.
Lo tiene ahí, en la espalda, justo a la altura del nacimiento de las alas: un diez de cuero blanco, igualito igualito al de Bochini.

5 comentarios:

  1. Si bien no soy un fanático, mi pasión futbolera no tiene precio. La final la vi en el sillón de siempre, con Lautaro haciendo sus primeras preguntas futboleras. Aguantó el cabezón, hasta que el rojo ("¿por qué Inepeniente no está de rojo"?) metió el tercero. Y al otro día, nos dimos el abrazo de campeones.
    Gracias Sacheri! Un grande!

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  2. No hay nada comparable a compartir con tu padre o con tu hijo, cuando el tiempo te pone en la otra función, un gol, un partido, un campeonato del cuadro favorito.
    Pensé en este cuento en las últimas vacaciones de verano, donde lloré varias veces releyendo Esperando a Tito y otros relatos del gran Sacheri.
    Quizás resulta desubicado contar esto en un comentario al cuento Independiente, mi viejo y yo, porque lo que voy a contar es de Racing, mi viejo y yo.
    Recuerdo con cierta tristeza que mi viejo era de Racing y no insistió demasiado para que siga sus preferencias futbolísticas, por ahí no era un gran aficionado al balompié.
    Pero después quedé tranquilo con mi conciencia, y creo que don Joaquín también lo está, cuando recordé lo vivido el año en que Racing salió campeón en 1966. Yo tenía 12 años y ya era hincha de Ferro por la influencia de mis tíos César y Chiche, pero sin embargo recuerdo perfectamente que fuimos varias veces a ver al equipo del trabajo y el sacrificio, con Maschio, el panadero Díaz, el Coco Basile, el mariscal Perfumo y tantos otros.
    Por lo menos tres partidos vimos en cancha de Racing: contra Argentinos Juniors (3 - 0), Contra Boca (3 - 2) y contra Independiente (justamente), (3 - 3), cuando ya era campeón y después de una interrupción por invasión del campo de juego, Artime le empata en los últimos minutos.
    La cosa es que recuerdo, que durante ese tiempo yo era un hincha más de Racing. Mi viejo nunca me dijo hacete de Racing, quizás porqué él sabía los códigos de que uno debe ser fiel al cuadro que adopta de chico, pero lo cierto que el amor entre padre e hijo puede más y pese a que nunca dejé de ser hincha de Ferro, en esos tiempos,en esos partidos escuchados por la radio y vistos en el cilindro de Avellaneda, nos abrazamos como si hubiera nacido de Racing. Nunca lo comenté con mis tíos de Ferro. Hoy día, Racing, después de Ferro, es al equipo que más quiero, pese a que en 1966 nos ganaron 6 a 0.

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  3. Ahora entiendo muuchas cosas! No voy a negar que me enterneció tu confesión, pero ahora caigo en tu poca simpatía con el cuadro de mis amores. Y agradezco que tu fanatismo no es excluyente, si no, ni en pedo entraba a la familia! Jajaja! En cualquier momento sale el cuento: “El fútbol, mi suegro y yo” Promesa.

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  4. Mi viejo era menos futbolero que el abuelo Joaquín, era de San Lorenzo porque había nacido en Boedo, mas precisamente en la calle 33 orientales. En los treinta y un años que compartimos en vida, no recuerdo haber visto a mi papa pateando una pelota. Mi tía Chola, que nació en el mismo lugar, es más cuerva y futbolera que mi viejo. Soy de Boca porque mi mama era de Boca, pero ya que el refutador puso primera yo le voy a hacer la segunda. Mientras no sea contra Boca, siempre prefiero que San Lorenzo no pierda.
    Gracias Tío porque con sus citas me ayuda muchísimo a seguir conociendo a Joaquín. Amigo Grafo espero con ansias su promesa.

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  5. Vos sos de Boca, preferis que San Lorenzo no pierda, queres que tu hijo sea de un equipo mas chico como Velez. Vos tenes mas quilombos que el refutador, en cualquier momento sale el cuento: El futbol, Calito y yo, ja.
    En cuanto a ver partidos con mi hijo, debo decir que todavia no logro que lo mire mas de 1my30s. Por lo menos me conformo con que cada tanto dice: "ahi esta Román, como yo que me llamo Federico Román..!!"
    Muy bueno Pacua, abrazo.-

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