“El problema es cuando te tomás
todo al pie de la letra”, así sentenciaba una y otra vez cada charla al borde
de la cancha, tirado de costado cual modelo de revista de moda en una sesión de
fotos en la playa. La raya de cal zigzagueaba infinitamente y cada vez que se
quería acomodar, Osvaldo largaba una de esas frases que uno nunca se olvida, o
que mejor dicho, recordamos en los momentos donde el bocho recurre a la esencia de las cosas. Claro que él tiraba la
frase con una carcajada detrás, como para ponerle otro tono a la conversación.
Él estaba en todos los partidos,
no se los perdía por nada del mundo. Podían jugar con 9 los equipos que se
enfrentaban, podía retrasarse el árbitro o el encargado de marcar las líneas,
pero Osvaldo tenía un lugar de privilegio en la verde platea. Y hasta se traía
su propia butaca, porque en ese momento “la fournier” era una mas de tantas
canchas del potrero donde cada
domingo se llenaba de gente para ver al 11 Colegiales.
Osvaldo vivía cerca de casa, y no
se como hacía pero me lo cruzaba en cada lugar donde iba. Si iba a la
verdulería, ahí estaba meta charla con don Toto, recordando algún gol de su
River, adulando cómo había bajado la pelota el
Enzo ó asombrado con alguna corrida de Caniggia. El tema era que siempre estaba cerca de cualquier movimiento del
barrio a tal punto que algunos vecinos ya habían dictaminado que Osvaldo era Droopy de carne y hueso.
Los que formábamos parte de las
inferiores de la cuadra sabíamos que hiciéramos lo que hiciéramos él estaría
cerca, expectante de saber cómo terminaba el fulbito ó dispuesto a delatar la guarida del último de la escondida.
La calle de mi casa era por ese
entonces mi lugar en el mundo, y en el de otros tantos chicos que disfrutábamos
de los placeres de la vida infantil. Vivíamos a tres cuadras de la cancha, pero
preferíamos nuestro propio estadio en cualquier rectángulo de la calle
Arenales. Cualquiera podría decir “¿por qué no van a jugar a la cancha, si ahí
no molestan a nadie?”, pregunta que en ese momento tal vez hubiese sido
respondida con un movimiento de los hombros hacia las orejas y cara con labios
cayendo a los costados, y que años más tarde puedo desmenuzar gajo a gajo.
La calle era de asfalto, pero era
la única porque al cruzar Einstein se hacía de tierra y bajaba hasta Almirante
Brown en una pendiente que muchas veces servía para las carreras con las
cubiertas de camiones que mangueábamos en la gomería de El Negro. Del otro lado, desde Fleming y hasta Aristóbulo del Valle
también era tierra y era algo así como el límite de estado: de ahí venían los
que nos desafiaban al fulbito.
Los pocos autos que pasaban eran
los de Pepe, el almacenero que tenía
una chata roja; Ganga con su
parsimoniosa camioneta antes o después de un Flete y Marcial con su F100 cuando cerraba la carnicería. Por lo tanto
jugáramos a lo que jugáramos las posibilidades de ser interrumpidos por
cuestiones de tránsito eran escasas a nulas.
Así, el polideportivo Arenales
contaba con innumerables canchas de fútbol (de todos los tamaños y formas),
canchas de paleta, no de tenis, de paleta que en algunos casos eran maderas
artesanalmente cortadas y trabajadas en desnivel entre el cordón y el asfalto.
Hasta en un momento recuerdo que los más grandes habían recorrido las
verdulerías para confeccionar una red hecha con bolsas de papa y cebolla para
hacer más sofisticada la cancha de piso duro marcada con alquitrán de hulla (o
sea, las líneas de brea que sellan las juntas de las calles de asfalto). El
invento no tuvo el éxito que se merecía por su dedicación, ya que muchos de los
jugadores invitados a participar de los Torneos se quejaban asiduamente porque
no veían donde picaba la pelota en el campo contrario.
Había veredas con tierra para
jugar a las bolitas (Troya, opi, gallito, etc), al Hoyo Pelota, juego que los
más creciditos aprovechaban para corretear a las chicas que ya tomaban impulso
en lo que a despertar sexual se refería.
Contábamos también con espacios
verdes para el Rango, la mancha, carreras de velocidad como así también
numerosos escondites para la escondida: baldíos, casas abandonadas, el micro
escolar que Don Enrique había recibido como parte de su jubilación pero que
nunca había podido poner en marcha. Este hombre
pasaba su tiempo entre la quiniela y las cartas, pero además tenía una
pasión entrañable: el boxeo. Había boxeado en su San Francisco natal y cuando
se vino desde Córdoba trajo entre sus cosas los guantes con los que había
transitado los rings de su pueblo.
Y algunas tardes nos invitaba a
la vereda de su casa, bajo el paraiso cuyas bolillitas eran nuestro principal
arsenal para alimentar nuestro poderoso globo
y rulero, y ahí improvisábamos el cuadrilátero, nos separaba por tamaño y
peso y a guantear se ha dicho. Y nada de llorar, el que pega más veces, gana.
El KO estaba prohibido en la calle. Era una regla.
Y por si todo esto fuera poco, a
la tardecita se abrían los bares de cada casa y se podían degustar exquisitos
mates y refrescos sin necesidad de pagar entrada.
Pero había algo más en esa
cuadra. Algo que poco a poco se acercaba a su fin.
Por estos días me encantaría
esforzar mi memoria selectiva y recordar alguna palabra de Osvaldo, alguna
señal que haya flotado en el aire y que yo, tan metido en mi personaje de chico
jugando a ser chico, no haya notado que también se apoderaba de mi.
Era un domingo de diciembre a eso
de las cinco o seis de la tarde. Los chicos preparábamos los arcos para jugar
después que Radio Rivadavia había dado por finalizada la fecha empezaba el
último partido: el nuestro. En décadas cercanas hubiese sido el “codificado” de
la fecha o algo así, el tema es que era nuestro ritual.
Pero ese día empezaron a salir
todos los varones de la cuadra, y cuando digo todos no estoy exagerando en mi
rol de chico que juega a ser chico. Estimo un partido de 15 contra 15, en una
extensión de unos 50 o 60
metros , es decir mitad de cuadra, desde mi casa hasta la
casa de Ganga y Juana.
Así que
empezaron a dividir los equipos para que queden parejos. Los tres varones de mi
familia (en ese tiempo Fede era chiquito) jugábamos para el mismo equipo. Mi
viejo se instaló en la defensa haciendo gala de su sentido de tiempo y
distancia para cerrar como último hombre. Mi hermano mayor, Carlos, jugaba en
todos los sectores donde estaba la pelota tal vez poseído por el espíritu de
Giunta ó Bernuncio que en ese momento se tiraban de cabeza para marcar. A mí me
gustaba jugar adelante, a lo “mandinga” Percudani esperando algún pase o rebote
en el cordón para poder definir.
Para el otro
equipo jugaba Osvaldo.
Él jugaba bien cerquita del arco, para
empujarla. Sus compañeros no querían que se aleje del área, no le pedían que
baje a recibir ni que “abra la cancha”
para tirar un centro porque sabían que su oportunismo era determinante y
que alguna le iba a quedar. Si me preguntan a quien se parecía no me animaría a
compararlo con ninguno, él se adjudicaba ser el Enzo, aunque en ese momento
Francescoli andaba por Europa.
Osvaldo era joven, pero ni
siquiera hoy se cuantos años tiene. Pero desde que lo conocí lo recuerdo con
sus muletas de madera, pasando por mi casa o bajando del colectivo que cada 40
minutos pasaba por la esquina de Einstein y Arenales. Algunos decían que tuvo
un accidente cuando era chico, otros que había nacido así…yo nunca quise
preguntarle. A la distancia en el tiempo supongo que si él nunca lo contó fue
porque no quería recordarlo, y así todos supimos respetar ese silencio. Un
silencio que no era fúnebre ¡eh! Para nada. Su saludo era siempre alegre, y era
el primero en llegar después de las doce a brindar en cada casa por la Navidad o el Año nuevo.
El partido tuvo muchos goles, no
todos deben recordar cuál fue el resultado, porque a medida que la noche se
adentraba los jugadores continuaban su trote hacia los vestuarios sin dar aviso
al técnico ni a las autoridades del partido, y así el cotejo fue llegando a su
fin. Y con el silbato final de mi vieja que nos llamó a los tres para que,
previo paso por la ducha, nos sentemos a la mesa a comer el segundo plato de
fideos del día (¡qué ricos son recalentados a baño María!), se terminó aquella
final.
Esa misma noche, y sin
predicciones de ningún tipo, se transformó el mundo. Nunca más vi un partido
igual, ni tampoco pude deleitarme con la media vuelta de Osvaldo pegándole con
el borde externo de su muleta derecha engañando al arquero que pensó que le iba
a dar con los pies. Ahí fue el final para mí.
Hoy no espero el final de nada,
pero tal vez haya alguien jugando a ser chico en la calle Arenales o en
cualquier lugar del mundo donde se pueda jugar en paz, palpitando cómo su mundo
inicia un proceso de cambio que jamás imaginó.
Muy linda historia. En realidad dos historias, la de Osvaldo con su exquisita pegada y la del barrio. Aunque se trate de otra generación, muchas de las vivencias del cuento me resultan familiares, me emocionan y por eso creo en la identidad de nuestro Conurbano Bonaerense, que tiene pocos años de formación pero que nos permite encontrar culturas de lo cotidiano que nos identifican a todos: el barrio, los amigos, el fúlbol, la familia "unita", como decía el de los Campanelli.
ResponderEliminarGracias Grafo.
Hermoso!!! Cierro los ojos y lo imagino todo ...creo en lo maravilloso de las cosas simples, un mate, un partido en la calle y una tarde que te marca la vida. Me emociona escucharte con tus hermanos revivir las historias como sacadas de un mundo diferente al de ahora. Apuesto como vos a ese camino de vivencias sencillas.
ResponderEliminarTe amo.
Inevitable pensar en la canchita y los personajes del barrio que lo acompañaron a uno en la infancia. "Esa misma noche, se transformo el mundo", cuantas tardes y noches el potrero y el barrio no volvieron a ser lo mismo....
ResponderEliminarCasualmente, a fin de año, estuve en el "11 colegiales" de la calle Bariloche, en el Parque San Martin. Se hacia un brindis en la Basica de enfrente al Club y nos cruzamos a hablar con los muchachos de la Comision Directiva. La verdad que esta descripcion que haces Huguito, en esencia sigue presente en muchos barrios de nuestro increible conurbano bonaerense. Las mismas ganas de trabajar para la gente del barrio, la procupacion por los pibes, el amor por el club y la voluntad de progresar siguen intactas. Por suerte todavia quedan potreros y clubes que siguen manteniendo el orgullo de defender los colores del barrio como si fueran Boca, el Barcelona o Independiente.La pintura de tu relato, sigue viva...
ResponderEliminarP.D.:Lo de Independiente tomalo como un gesto de cariño de tu tio que te quiere mucho...
Que inmenso ese mundo tan pequeño en el que nos criamos… El conurbano y su crisol de personajes, tierra, asfalto y pelota (en todos sus tamaños). La vieja que llama para la comida, el vecino que pasa para brindar, todas costumbres que nos supieron formar. Gracias Grafo por llevarnos tan amenamente a esa infancia, por hacernos revivir con tu relato aquella inolvidable época
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