La formación inicial se compone de Edu D. (elEdu), Hugo P. (Grafo), Hernan G. (PIC), Carli C. (Calito), con la participación especial de
Jorge V. (El Alquimista) y Raúl D. (RD), pero esperamos seamos mas. En este partido como en los partidos de la vida hay alegrias, tristezas, polemicas, amores, desamores, cambios y transformaciones, seria un placer que participes de ellos junto a nosotros..

......Tu comentario es bienvenido!! (gracias)...........
Queremos recibir tus aportes y sugerencias a: correomanoinquieta@gmail.com

martes, 25 de noviembre de 2014

La Pasión del Futbol y Ferro

La pasión (del verbo en latín, patior, que significa sufrir o sentir) es una emoción definida como un sentimiento muy fuerte hacia una persona, tema, idea u objeto. En este caso el tema, idea u objeto es el fútbol, “pasión de multitudes” Cumplidos los 60 y siendo ya un “adulto mayor”, me doy cuenta que esa pasión no es la misma que hace 10, 20, 30, 40 o 50 años atrás.
Cuando cumplí los 10 años, en 1964, Ferro había ascendido justamente ese año, terminó 10º en la tabla y perdimos con el campeón, Boca Juniors, 1 a 0 en cancha de Atlanta, con gol del Beto Menendez. Lo más doloroso, es que no me acuerdo de nada, lo acabo de leer por Internet. Pienso en la pasión de mis nietos y me pregunto si cuando cumplan los 60 se acordarán del gran Mancuello de Independiente o del Piti Martinez de Huracán, como ahora. Seguro que no.
Pero un año después si me acuerdo, porque salimos 4º en el campeonato después de Boca, River y Velez y haciendo un campañón, con un equipo para el recuerdo: De ese equipo si me acuerdo con pasión, le ganamos al campeón (Boca Juniors) 1 a 0 en su cancha con gol de Tojo.

Aquí la primera conclusión, cuando somos chicos recordamos y nos apasionamos por los éxitos. Por eso en las rachas de triunfo de equipos grandes, hay gran cantidad de pibes que se hacen hinchas apasionados. Cuando cumplí los 20 fue diferente. Ya había 2 campeonatos: el Metropolitano y el Nacional. En ambos hicimos buena campaña. En el metro salimos 3º en la zona B y perdimos en el desempate contra Boca, porque clasificaban los dos primeros de cada zona. Finalmente el campeón fue Newell’s Old Boys. El en Nacional, llamado “Teniente general Juan Domingo Perón” en homenaje al presidente fallecido el 1º de julio de ese año, clasificamos segundos en la zona y en la final con 8 equipos todos contra todos, terminamos 6º. El campeón fue San Lorenzo. Gran equipo el de ese año con apariciones fundamentales que se consagrarían durante la etapa gloriosa de principios de los ’80: Rocchia, Saccardi, Arregui y también mi ídolo de aquel tiempo el goma Vidal.
La pasión no fue la misma, para colmo pocos años después, en 1977 el descenso. Acá es donde la definición de pasión se aplica plenamente, estaba triste, emocionalmente destruido. Fui a ver uno de los últimos partidos en primera con Rosario Central y perdimos 8 a 1 en nuestra cancha, para no dejar dudas. Pero paradójicamente, de lo que no me acuerdo fue que a principios de ese año fatídico Ferro realizó una estupenda gira por Colombia y Ecuador en la que disputó 8 partidos de los cuales terminó invicto, con Deportivo Cali, Independiente Santa Fe, Independiente Medellín, Tolima y Pereyra, en Colombia y Nacional, Liga deportiva universitaria, Universidad católica en Ecuador. Segunda conclusión, el descenso no se olvida, es capaz de hacernos olvidar los mayores éxitos que podamos conseguir. Es una cicatriz que nunca cierra. En 1984 fue el éxtasis de la pasión, plena etapa de oro en materia de fútbol y en lo personal, ya que llegó un nuevo hincha de Ferro a la familia en 1982, mi hijo Juan. Ferro fue campeón del Nacional, ganándole a River, 3 a 0 y 1 a 0 en la final, pasión desatada, algo glorioso. El que no aparece en ninguna formación, pero “el formador” de toda esta generación futbolística fue Carlos Timoteo Griguol: Arregui, Gomez, Garré, Cuper, Rocchia Bacigalup, Saccardi, Juarez, Cañete, Márcico y Croco. 


Tercera conclusión, la pasión influye en el cerebro y las formaciones salen de memoria cuando el equipo pasa a la historia, o sea, es campeón y más cuando la racha dura varios años. En 1994 las cosas cambiaron y la pasión comienza a apagarse. Esto, coincide con la situación del equipo. En el Clausura 1994 (que se jugaba a principios de año) fuimos un desastre: terminamos 15 entre 20. En el Apertura 1994 (que se jugaba entre la mitad y el fin de año terminamos 16º, parejito el equipo Para colmo estoy meta a buscar la formación del equipo por Internet y ni aparece. ¡Qué bajón! En 2004 (cumplía 50 años) y el 2014(cumplía 60 años), la pasión me abandonó. ¿Será la edad, o que hace tanto tiempo que no estamos en primera? Pueden ser los dos motivos, pero a medida que vamos creciendo, por lo menos en mi caso, vamos reemplazando la pasión por otros sentimientos más, digamos más equilibrados y tranquilos A la pasión hay que tenerla cerca toda la vida ¿Cómo renovamos la pasión? Bueno, hay que pensar en las cosas que nos encanta hacer, pensar en lo que siempre soñamos hacer, hacer un plan de acción para hacerlo. Puede ser el momento de transformar un hobby en una pasión de tiempo completo. Combinar los talentos, explorar nuestro lado artístico. Hay que salir de la zona de confort. Esta última parte me salió un artículo medio aburrido y de autoayuda.

Pero estoy seguro que cuando crezca un poco mi nieto Joaquín, al que el padre con mucho trabajo trata de hacer de Ferro, ya sea que el verde ascienda, se mantenga en el Nacional B o baje a la B metropolitana, estaremos nuevamente en la cancha con pasión para alentar a nuestros colores preferidos. ¡Dale Oeste carajo y la puta madre que lo parió! 
Conclusión final: solo los grandes amores y en materia de futbol los hijos y los nietos reviven las grandes pasiones.
EL ALQUIMISTA.- Leer más...

viernes, 11 de julio de 2014

Fotos de algún domingo

Hay cierto aroma a grito guardado. Así como quien atesora por largo tiempo las ganas inquietas de la victoria. En algunas ocasiones creí haber encontrado la razón para gritar, abrazarme y llorar olvidando (casi obviando) todo lo que me rodeaba, pero con el paso del tiempo me fui convenciendo que algo seguía en lo profundo de mis entrañas queriendo hacerse realidad.
La primera vez que pude sentir esa brisa reconfortante, apenas unos meses más tarde de conocer el mundo, tiene en mi presente el valor que merece, aún cuando muchos quieran quitarle sabor a algo que no debe mezclarse. Pero intento buscar una imagen, un color, una palabra y sólo logro diapositivas con relatos de otros tiempos. Tal vez alguna vez vuelva a verlas y encuentre rostros, sonrisas, abrazos, gente feliz a pesar de todo.
Como un terremoto recuerdo aquella tarde fría, mientras pateaba sueños que alguna vez tomaron forma. Ahí sí tengo escenas más nítidas: gritos, abrazos, un televisor, alguna radio desafinada, más gritos y unas ganas inmensas de saltar, de ir corriendo a buscar a mis amigos, esos que se iban convirtiendo en tanques que esperaban agazapados mi larga carrera hacia la felicidad, hacia el desahogo, la eternidad. Pateamos hasta entrada la noche, recreamos cada momento con la minuciosidad de un director de cine. Dejamos miles de fotos que hoy son parte de la vereda de mi infancia, del potrero de mi pasado. Cada tanto vuelvo, lo necesito para creer en lo que tengo y no desperdiciar nada de lo que me gané hasta hoy.
Pasaron muchos años, y con ellos todo lo que formó mi pasión. Esa pintura con trazos seguros pero con gestos indefensos ante la crítica de los que tuvieron en sus manos la decisión de abrirme el camino que busqué con las armas más nobles.
Al mismo tiempo vi pasar ilusiones que chocaron con vehemencia contra las más diversas realidades: excesos de confianza en lo conocido; riqueza y envidia; soberbia enfrascada; locura que aún hoy extraño; paciencia y trabajo tapada por el exitismo; más soberbia.
Hoy, sentado mientras pienso cómo hacer para acelerar el paso del tiempo, ya tengo miles de fotos para mostrar y contarte después: abrazos, gritos, rostros, lágrimas listas para caer delante de mis pies apresurados que quieren salir corriendo y enfrentar a los tanques que una vez más me esperan al final de la vereda.

Lo que no saben es que en esa vereda no tengo miedo. Sólo siento, en lo más profundo de mis entrañas, unas ganas locas de hacerlo realidad una vez más.

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domingo, 27 de abril de 2014

Antologia de cuentos de autores Argentinos - Emma Zunz

Ya hemos iniciado esta antología, pero es bueno continuarla en este tiempo del “Encuentro Federal de la Palabra” y la “Feria del libro”, que demuestran el ávido interés de los argentinos por este artefacto hermoso que es el libro y por sus manipuladores, los escritores. A modo de recordación, hace unos años, sobre el fin del milenio, aproximadamente 70 conocedores (Escritores, críticos, editores) votaron, por invitación de la editorial Alfaguara, cuáles eran sus cuentos argentinos favoritos. El objetivo de esta sección es ir publicando la lista de los cuentos más votados. El primero, “Esa Mujer” de Rodolfo Walsh, y el segundo “El Aleph” de Jorge Luis Borges, ya fueron incorporados en este blog de Mano Inquieta.
Aquí está el tercero más votado (El cuento que pertenece al libro El Aleph, de 1949)

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios. Leer más...

lunes, 21 de abril de 2014

El Secreto de los Arqueros

Hay un gran secreto que guardan los arqueros, lo tienen escondido bajo siete llaves y jamás lo pronuncian en voz alta delante del resto de los mortales porque sería como entregarles en bandeja la clave mágica que abre sus armaduras. Sólo hablan de eso cuando el alcohol los hace dejar el área grande de su discreción en medio de las tradicionales reuniones subterráneas con otros arqueros a las que asisten disfrazados con sus buzos favoritos de otras épocas y no se quitan los guantes gastados ni para brindar (por eso no hay huellas digitales de nadie tras la celebración). Ahí sí, cuando se sienten absolutamente seguros por estar entre camaradas, el secreto sin previo aviso toma la forma del recinto y de repente se acaban las anécdotas heroicas, los mano a mano triunfales, los penales provocados a propósito para atajarlos, las recetas de antídotos contra remates envenenados, los ruidos de las mandíbulas intrusas quebrándose a rodillazos limpios y los centros descolgados entre las nubes para dar paso a lo irremediable, al talón de Aquiles, a la puerta trasera que dejó el programador. Las voces se atenúan, las risas se aplacan, los aplausos sordos se detienen y el miedo irracional los vuelve niños ciegos temblando en la oscuridad de un zoológico atestado de bestias enloquecidas.
- A mí me pasó… -reconocen algunos con lágrimas en las mejillas y una entereza madura que se les nota al sonreír en las fotografías.
- A mí todavía no -responden otros con la voz preocupada por la angustia que provoca intuir lo inevitable. La fiesta evoluciona en velorio. Los arqueros viejos palmean los hombros de los arqueros jóvenes con la resignación de los que aprendieron a no buscar respuestas y luego se quedan con la mirada perdida en algún ángulo lejano del lugar al que jamás podrán llegar. La racionalidad se toma un descanso en medio de la logia de guardametas y la disyuntiva entre pensar o actuar se abre como una trampa difícil entre dos caminos fáciles. No queda otra que agachar la cabeza y seguir adelante parecen decir los labios apretados, porque estos hombres solitarios y distintos que habitan debajo de los tres palos se hacen a fuerza de errores propios, genialidades ajenas, imponderables continuos y escupitajos a traición. Cuando la noche se acaba y el corazón aprende a latir con la condena asumida, cada uno se levanta de su silla y regresa al mundo real con la certeza de que las penas compartidas son menos penas. Estuve deliberando solo durante algunas semanas acerca de si debía develar o no develar el secreto de los arqueros, pero uno tiene alma de goleador y el enemigo es el enemigo así que acá va. Anoten: los arqueros son más vulnerables cuando les patean desde muy lejos que cuando les patean de cerca. Así de absurdo y así de real. La explicación aclara las cosas. Resulta que los guardavallas reaccionan más tarde ante los disparos lejanos simplemente porque cuando les patean desde mucha distancia tienen tiempo de mirar la pelota y por lo tanto el tiempo que pierden en verla lo pierden también en moverse. En cambio, cuando el remate es muy cercano actúan sólo por reflejo. Se podría simplificar diciendo que quedan hipnotizados observando la pelota en lugar de moverse. Desde lejos no se ve, repite la canción como un castigo y ellos saben que es exactamente al revés y que ahí radica el problema.
Si prestan atención podrán notar que las atajadas que más se resaltan en los resúmenes futbolísticos de todo el mundo cada fin de semana son las que se consuman ante disparos muy cercanos. Esto ocurre por dos razones: una, porque son más espectaculares y otra, porque las atajadas ante remates lejanos casi no existen; o son gol o son masitas y se tiran para la foto. Los arqueros lo saben bien y por esta razón tienen diversas estrategias que fallan, a tal punto que la más eficiente es vestirse con colores sugestivos o extravagantes así los rivales inconscientemente se sienten atraídos por esas tonalidades llamativas y prefieren acercarse a ellos lo más que pueden en lugar de patearles desde lejos. Otra forma de ilustrar lo que les ocurre cuando aparece esta eterna duda planteada entre mirar o actuar sería poner como ejemplo un penal cualquiera en el que el guardameta decide esperar a contemplar hacia dónde va la pelota una vez que es golpeada por el pie del ejecutante en vez de arrojarse por instinto o por reflejo o por estadísticas del pateador. Si la mira lo más probable es que no la toque.
¿Entonces un arquero ciego atajaría mejor? Claro que no, tampoco hay que ser imbécil. Desde hoy mis queridos compañeros delanteros cuentan con un arma más para alcanzar la gloria ya que ahora conocen el punto más débil de los fuertes. Sin embargo al mismo tiempo, tendrán una excusa menos para cumplir con la parte que les toca de la historia. Vaya de todos modos mi comprensión sincera hacia los Número 1 cuando quedan en ridículo delante de todo el estadio, petrificados ante disparos desde larguísima distancia porque, en el fondo, en el fondo de la red, no es absolutamente culpa de ellos; lo sé porque me ha pasado en mi propia vida cuando no supe cómo resolver problemas que vi venir con demasiada antelación.

Zambayonny (Futbol para Extraterrestres, Ni A Palos, Tiempo Argentino)
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